Cuando el cielo del Quindío se desfonda los campesinos dicen que está lloviendo plata. Ese sábado, día antes del segundo plebiscito en la historia de Colombia, el coletazo del huracán Mathew hizo que nuestra llegada a la finca de Don Leo fuera bajo un aguacero bíblico. Él, un indígena de no más de 1,55 de estatura, estaba feliz “porque la lluvia trae plata y alegría, y los turistas también”. 

León Campos, así es su nombre, ya nos esperaba con su familia cuando el jeep Willys color verde viche en el que viajábamos desde Pijao estacionó junto al comedor de Villa Gloria, su finca. Éramos dos vallunos, un rolo y una alemana. Nos recibió con abrazos y apretones de sus manos callosas como quien saluda a amigos que esperó durante años. 

Villa Gloria es una de las 44 mil fincas que le dan vida al Paisaje Cultural Cafetero colombiano, declarado por la Unesco Patrimonio de la humanidad en 2011.  León, Don Leo, nuestro campesino anfitrión, es uno de los millones de hombres y mujeres que con sus manos labran el progreso del país y llegan a las mesas de sus compatriotas en una taza del mejor café del mundo.

Había pasado el mediodía y, como el hambre apuraba y la lluvia no daba tregua, lo primero que hicimos fue sentarnos a la mesa. Gloria, su esposa, puso frente a nosotros platos rebosantes de sancocho y seco típico campesino. “Lo único que se están comiendo que no ha crecido en esta tierra es la papa y el arroz”, nos decía el  diminuto León hinchando su pecho de orgullo.

Mientras hacíamos desaparecer esas delicias con sabor de hogar, y la alemana luchaba contra la feroz porción, Don Leo contaba que prefirió hacerse un experto cultivando café y verduras para darle de comer a su familia que taparse en plata sembrando marihuana y coca en el Cauca, su tierra natal. Eso, nos decía, le costó ser tres veces desplazado por grupos armados que lo obligaron a abandonar su tierra a cambio de respetar su vida y la de su familia.

“Si entraba el ejército a la finca pedían tinto con panela y había que darles. Lo mismo con la guerrilla y los paras. Pero si uno de los tres veía al otro entrando le decían que lo estaba ayudando y le tocaba a uno irse para que no lo mataran”, narraba Don Leo, quien para finalmente instalarse en esa finca enclavada en la cordillera central, había huido de las balas del Cauca, Nariño y Huila. “En la última finca donde me sacaron les dejé un letrero a los paras que decía: ahí les dejo la finca pa’ que la trabajen, porque eso es lo único que sé hacer y ustedes me lo quitaron, remató.

Y sí que trabaja. Luego del almuerzo nos hizo un recorrido por su finca auto sostenible, de cuya tierra brotan treinta mil plantas de café sembradas con sus propias manos, además de plátano, banano, lechuga, acelga, pepino, maracuyá, yuca, frijol, tomate y un sinfín de alimentos que perfectamente pueden abastecer una plaza de mercado. Nos dio una cátedra de cómo sembrar, recolectar, lavar, secar, tostar, moler y empacar un café de origen.

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Más temprano, cuando el sol despuntaba y las nubes danzaban sobre las montañas de Buenavista antes de romperse en un aguacero, Juan David Agudelo, el rolo del paseo, nos recogió en Panorama Café, el hostel de su propiedad. Fue ese chico de 26 años de edad quien se encargó de unir las piezas humanas que hoy le dan vida a una de las experiencias cafeteras más completas del continente. A sus 23 años Juan David dejó sus estudios de Sociología en Argentina para poner en marcha su sueño cafetero. Tocó las puertas de fincas y cooperativas, habló con caficultores, conductores de willys, dueños de tiendas, restaurantes y hasta con señoras del común que quisieran contarles a los visitantes algo sobre esa vida en medio de tanto café. Así creó Experiencia Cafetera, el tour con el que a la fecha les ha mostrado a más de mil personas todo lo que hay detrás de una taza del famoso café colombiano, al tiempo que mejora la economía de todo aquel que quiera participar con su propia historia. 

Nos detuvimos al filo de una montaña tapizada de Café y Juan David nos pidió escuchar en silencio. A lo lejos ladraba un perro, más allá alguien martillaba con fuerza y afán, y más cerca un willys forzaba su marcha para escalar la pendiente. “Nos vamos a introducir en esa cordillera para conocer y entender aspectos fundamentales de la vida de los cafeteros que producen y transforman la segunda materia prima más grande del mundo después del petróleo”, susurraba.

Luego de serpentear esas montañas pintadas con todos los tonos de verde de la naturaleza llegamos a Pijao. En la plaza central hombres ataviados con sombrero, poncho y zurriago esperaban a que algún dueño de finca los contratara para recoger café. Era época de la cosecha traviesa, cuando los cafetales hacen brotar granos rojos, pero no tanto como en abril y mayo.

Recorrimos las calles, entramos a las cantinas, conversamos con la gente; vivimos Pijao. Doña Amelia, una anciana que nació y vivió siempre en este pueblito de casas coloridas, nos abrió las puertas de la suya y nos enseñó su vivero lleno de flores y tomates redonditos. Carlos Arturo, un caficultor que toda la vida vendió su producción a las cooperativas y a cambio no recibía más que deudas, nos contó orgulloso como empezó a procesar él mismo sus cosechas y ha logrado desarrollar un café excelso que vende en su propia tienda. “Gracias a que me capacité en el Sena y me arriesgué a emprender, mis ganancias  han aumentado hasta 400 por ciento”, nos decía Carlos antes de darle un sorbo a una de las 40 tazas de café Premium que se toma al día. Su propio café.

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Luego de una entrada rápida a la cooperativa cafetera en la que a diario se compran y venden toneladas de café, fuimos a buscar a ‘Mocho’, el conductor del jeep willys verde viche que nos llevaría a Villa Gloria, la finca de Don Leo. Mientras ascendía por las curvas de la cordillera que bordea el Río Azul, Alberto (nombre de pila que sus amigos cambiaron por ‘Mocho’ desde que un trapiche le arrancó un dedo de su mano derecha), nos contaba que el café le ha dado sentido a su vida y que ese jeep de 1700 kilos de peso es como su novia porque “me da la comida, me deja echarme un sueñito y me hace feliz cuando estoy arriba”.

Sus historias nos hacían viajar en el tiempo. Narraba como en el 2000, justo después del terremoto que devastó la región cafetera de Colombia, el frente 21 de las Farc se tomó Pijao a punta de metralla y cilindros bomba. Desde su casa escuchaba los estallidos y se aferraba a su fe para que su pueblo pudiera soportar ese nuevo embate de la guerra. “Eso ya no se ve, ya no hay guerrilla por estos lados y es por eso y gracias a Juan David que los puedo traer a estas montañas sin correr peligro”, advertía ‘Mocho’ antes de llegar a nuestro destino final.

Viajar a bordo de esta experiencia cafetera fue sobre todo conocer la nueva cara de un turismo experiencial que mezcla la enseñanza de los procesos del café con vivencias que atraviesan la realidad de sus protagonistas. Nada de pantomimas ni disfraces de chapoleras que no han recogido un grano de café en sus vidas. Este viaje fue una confrontación con esa historia difícil de Colombia, escrita en una página negra con sangre, plomo y abandono, pero sobre todo con la fortaleza de estas personas que hicieron del café la joya más preciada de esta tierra.

“Espere y verá Mocho que apenas escampe empiezan a llover billetes de cincuenta”, decía Don Leo, feliz de ver el agua caer a chorros sobre la tierra que sembró con sus propias manos.*

*Publicada en el diario El País de Cali. Octubre 12 de 2016