– «Amigo cómpreme este mantel. Mire que azul tan bonito le va a quedar en su mesa. También lo tengo en rojo, vea», me dijo una señora que segundos antes se atravesó en mi recorrido mientras extendía frente a mí uno a uno los manteles tejidos que llevaba colgados en sus hombros, en uno de sus antebrazos y en su cabeza.

   – «Están muy lindos señora, muchas gracias», dije.

   – «Valen 200 Quetzales», continuó la mujer regordeta, de no más de metro y medio de estatura, mientras estiraba sus brazos hacia arriba para lograr extender otros manteles frente a mi cara.

   – «No señora, muchas gracias», volví a decirle mientras trataba de seguir caminando.

    -«Bueno, se lo dejo en 70», gritó desde atrás.

 – «¿De 200 quetzales me lo deja en 70?», regresé a preguntarle.

   – «Es que no he vendido nada», replicó.

   – «Lo siento pero es que ya compré uno parecido»

Esa última mentira piadosa hizo que la vendedora, que ya estaba a punto de marcharse, siguiera desdoblando y colgando en mis brazos por lo menos otros diez manteles, mientras hacía sus oídos sordos ante  mis repetitivos «no muchas gracias». Ese fue el primero de nuestros ocho encuentros de ese día.

Eran las nueve de la mañana de un domingo de agosto, día en que Chichicastenango, un pueblo enclavado en las montañas del occidente de Guatemala, se llena de color como un pavo real que abre sus alas en pleno ritual de conquista.

Lina y yo llegábamos luego de un intenso viaje de tres horas a bordo de uno de los tradicionales ‘Chicken buses’, en busca de un encuentro cercano con la verdadera cultura maya viva. Desde el primer segundo sentimos un embate de emociones proporcionadas por la vida real de los indígenas que exhibían, intercambiaban, vendían, compraban y transportaban miles de mercancías. (Lea AQUÍ la emocionante aventura que vivimos viajando abordo de un ‘Chicken Bus’ para llegar al mercado de Chichicastenago)

La sensación fue como una inyección de ácido lisérgico directa a nuestros ojos, que difícilmente podían parpadear ante la paleta de colores que se desplegaba frente a nosotros en forma de frutas, telares, manteles, centros de mesa, máscaras, vestidos, estatuas, artesanías y comidas.

Mientras seguramente en ese mismo instante miles de turistas estaban corriendo desbocados hacia Tikal para hacer parte de las fotos con las pirámides que tantas veces vieron en folletos, el gran monumento intangible prueba de que la cultura Maya sigue palpitando en las montañas de Centroamérica estaba ante nuestras narices.

Desde el momento de nuestra llegada, iniciamos un recorrido sin rumbo fijo por los pasillos empedrados del pueblo, convertido ese día en un laberinto sin fin por el que desfilaban  centenares de personas, entre los que podían contarse algunos foráneos con ganas de comprar algo o de llevarse un recuerdo imborrable.

Cada rincón se convierte en una cacofonía alborotada de diferentes lenguas indígenas que ofrecen a los gritos un crisol de productos sin fin. En el mercado de ‘Chichi’ se consigue de todo.

A los gritos, un hombre ofrecía «la última cena para las ratas de su casa», al lado del que, con una nevera de icopor al hombro, vendía choco-bananos mientras otro preguntaba en su dialecto indígena por la última en dvd de Pablo Escobar.

Y de pronto… 

– «Amigo, ¿ahorita si me lo va a comprar? Vea que a la ‘seño’ le gustó», apareció de nuevo la gordita, esta vez con una nueva estrategia de venta que involucraba a Lina. – Escoja su color seño que el esposo paga.

– «Sí, de verdad está precioso el mantel, pero es que no tengo más plata», dije.

– «No importa, allá está el cajero. Vamos y allá me paga», insistía mientras Lina se reía a lo lejos y le tomaba fotos a la escena.

Hacer fotografías en aquellos estrechos pasillos, en medio de ese caudal incesante de gente es una tarea difícil. Aunque el mercado ofrece una galería ambulante de imágenes cargada de joyas dignas de ser retratadas, la cantidad de personas que van de aquí para allá con paquetes, costales, niños a sus espaldas, bultos de leña y ventas de choco-bananos, helados, máquinas de afeitar, cepillos de dientes, plantas medicinales, cds, dvds y cuanta chuchería pueda ocurrírsele  a uno, hacen de la labor del fotógrafo una odisea entre empujones

Sumado a eso, las creencias de los indígenas que sugieren que las cámaras fotográficas se roban un pedazo de su alma con cada foto que les toman hacía que se escondieran entre sus mercancías cada vez que nos veían pasar con la cámara en la mano. Fue un reto que decidimos aceptar a fuerza de lente largo, conversaciones y solicitudes personales a los indígenas.

Vea AQUÍ la galería de fotos que tomamos en Chichicastenango

Chichicastenango es un pueblo que muta de piel como una serpiente cada jueves y domingo, esconde por completo la esencia de su infraestructura para revestirse de armatostes de madera y techos improvisados con telas, plásticos y lonas que den sombra y refugio a vendedores, turistas y compradores. Los más de tres mil puestos informales deforman a la ciudad convirtiéndola en un amasijo del que no se puede obtener una vista panorámica.

 Sin embargo, un inmenso ícono blanco vigilante de su existencia sobresale entre el barullo armado por los mercaderes mayas. La iglesia de Santo Tomás se erige como la metáfora de un continente que atesora bajo máscaras sus raíces primarias.

Para llegar hasta el templo tuvimos que ascender una escalinata semicircular de dieciocho peldaños, que representan las dieciocho eras del Calendario Maya. Cada escalón, como era de esperarse, estaba repleto de vendedores. Este espacio estaba destinado a hombres y mujeres que comercian con flores de todos los aromas y colores, inciensos, sahumerios y especias aromatizantes. También, varios mendigos enfermos extendían su mano a nuestro paso con la esperanza de que estando tan cerca de la casa de Dios pudieran llegarles unas monedas de más.

Ya arriba, un sacerdote maya repartía una sarta de oraciones en su dialecto mientras ahumaba con una vasija de metal llena de carbones encendidos el rostro de un indígena que recorría de rodillas desnudas, varias veces, ida y vuelta, el pasillo desde la entrada de la iglesia hasta el altar, que al cálculo debe tener una cuadra de longitud.

Un grupo de mujeres con sus trajes tradicionales mayas oraban hincadas frente a una urna de cristal que protege a un santo católico, mientras afuera un gringo se retrataba junto a un joven a cambio de una propina.

Al verlas, a Lina y a mí nos asaltaron las mismas preguntas que nos habíamos hecho en nuestros viajes por los Andes suramericanos, donde tantas veces vimos a los indígenas de Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia cargar los mismos santos a los que encomiendan su existencia desde hace más de quinientos años.

¿Porqué tanto fervor por los iconos de la ideología que los había desposeído?

Tener consciencia de esa expresión mixta del ritual católico y los inconscientes cimientos precolombinos, era el botín más grande que nos podíamos llevar ese día de mercado en Chichicastenango.

Entrada la tarde compramos una bufanda tejida con 10 hilos de colores que cautivaron a Lina. Ese, el único recuerdo tangible que tenemos de ‘Chichi’, lo negociamos con Ana, una chica de 25 años quien nos contó que el trabajo en el mercado estaba difícil, que habían pocos turistas y las ventas cada vez eran menores. Nos dijo también que era en esa temporada cuando cada año se iba a recoger maíz a las milpas, pero que la fuerte sequía que por esos días azotaba a Guatemala había quemado todos los cultivos y por eso insistía entre el pegote de gente para vender algo. Nos enseñó unas palabras en Quechí que olvidaríamos al final del día. Nos dejó tomarle una foto y seguimos nuestros caminos.

En Chichicastenango cinco tortillas de maíz negro valen un quetzal y, como todas las tortillas, se moldean a punta de aplausos. Las tortillerías están dispuestas por todo el mercado, son decenas de ellas y pueden tener a su lado ventas de condimentos y especias, de plantas medicinales, zapatos, juguetes, un caleidoscopio de hilos de mil colores, vasijas de barro, útiles escolares, cajas de madera o santos que ofrecen milagros si el creyente les pone un cigarro encendido en la boca. Las tortilleras pueden hacer sonar sus palmadas junto a una venta de máscaras de madera talladas y pintadas a mano o de figuritas coloridas de de la Santa Muerte tocando una guitarra Peavy Flying V. Porque en Chichi se encuentra de todo. Y porque en Chichi, como en toda Centroamérica, cinco tortillas por un quetzal pueden distraer el hambre del día.

– «Amigo, ahora lo vi comprando otro mantel a una muchacha y a mí me dijo que no tenía plata. Cómpreme uno, mire que bonito este amarillo, no sea malo», reclamaba de nuevo la omnipresente indígena gordita de dientes recubiertos en oro.

– «No era un mantel, era esta bufanda, y solo costó 30 quetzales», respondí mientras miraba de nuevo los manteles que la mujer desdoblaba una vez más frente a mí.

Y aunque estuvo a punto de convencerme, finalmente me ganó una reflexión: ¿qué pueden hacer con un mantel dos viajeros que viven dentro de un carro, no tienen comedor, comen en los andenes y no tienen la menor idea de cuando regresarán a casa? La respuesta nos la habían dado años atrás otros indígenas, los descendientes incas que viven en las islas flotantes de Los Uros, en el Lago Titicaca, en Perú: «hay que vivir liviano, porque si te llenas de cosas te hundes»

Habernos sumergido en este ritual atemporal de intercambios comerciales y culturales entre los mayas nos hizo sentir parte de esa magia liviana y escurridiza que pudo escapar a los matones de la colonia y que seguramente  va a sobrevivir mientras siglos y siglos de consumo y derroche siguen devorando los pueblos de este continente diverso. Lo intangible perdura, cae parado como un gato y sigue vivo.

Así como vivos nos hacen sentir a nosotros experiencias como las de aquel mercado de colores que el viaje puso en nuestro camino.