Cuando tengo que viajar en lancha me siento como un niño cuando su padre lo sube a un botecito en un centro comercial e inserta una moneda. Me da mucha emoción y brota de mí mucha adrenalina al explorar el mar, sentir la brisa en mi cara, meter la mano al agua de vez en cuando y ver como el océano cambia de colores cuando avanza la embarcación. Y si la lancha va rápido, me encanta ver las olas venir porque sé que enseguida vamos a saltar y por segundos voy a quedar suspendido en el aire antes de golpear de nuevo mi silla.

Pero para Lina, ya se los he contado, las embarcaciones son sus más grande némesis. Tan sólo basta con decirle que se acerca un viaje en lancha para que su mundo se descomponga. Empieza a preguntar detalles de velocidad, duración del recorrido, si vamos a mar abierto, quién va a conducir… todo. Y siempre, cuando llega la hora, esta mujer parece estarse subiendo al barco de Caronte con la promesa de atravesar un río de lava que la conducirá al mismísimo infierno. Vea también: La maravillosa experiencia de hacer kayak en un lago lleno de cocodrilos.

Y así inició esta nueva aventura por el Caribe panameño.

Era una mañana muy soleada de abril. Salimos pasadas las 6:00 a.m. de ciudad de Panamá con la promesa de conocer uno de los paraísos más hermosos de toda Centroamérica. No era un tour ni viajábamos con una agencia. No. Ese día éramos los invitados de nuestro anfitrión en la capital panameña: el empresario Holandés Max Van Rijswijk. Navegaríamos con él y su enorme perro Fila Brasilero rumbo a Playa Colorada, una finca de su propiedad ubicada entre los límites de la provincia de Colón y la comunidad Guna Yala, en San Blas.

Luego de conducir una hora desde Ciudad de Panamá, llegamos a Miramar, donde nos esperaba Sergio, el capitán de nuestra lancha. “El  mar está calmado, es una buena señal”, decían Max y Sergio los primeros metros del viaje, imagino yo que era para calmar a Lina.

Pero la lancha se movía, para allá y para acá. “Pasamos este tramo y el agua se calma”, decían de nuevo, mientras los ojotes verdes de Lina trataban de divisar las aguas calmas que por ningún lado aparecían. Ahora sí, los 250 caballos de fuerza del motor rugieron con fuerza y la lancha empezó a volar. Tun, tun, tun, splash, tun. Una y otra vez. La sensación de emoción mía era enorme. Surcar esas aguas azul turquesa y ver las palmeras que rodeaban los pequeños pueblos costeros era para mí la prueba máxima de que renunciar y viajar fue la mejor decisión que tomé en la vida.

Pero a mi lado, agarrada a mi brazo como una trampa para osos que no se soltaba, estaba Lina. Ojos cerrados y cara hacia el fondo de la lancha. Se sacudía una y otra vez y cada que la embarcación volaba soltaba gritos como los de María Sharapova tratando de quebrar un servicio.

Una hora después, estábamos en Playa Colorada, la inmensa propiedad de nuestro amigo Max Van Rijswijk. Lo primero que hicimos los cuatro –incluido Coco- fue subir a un mirador desde donde se alcanza a observar parte de la inmensidad de este lugar.  

A veces las palabras escasean para describir cosas tan bellas, pero voy a intentar contarles nuestro encuentro con ese lugar tan mágico. Traten de imaginar un lugar enorme, de unos 3 kilómetros de playa dorada como harina de pan bañada por un mar azulísimo y tan cristalino que se te deja ver los pies cuando pisas la arena. Más allá, cerca de ocho mil palmeras gigantes se distribuyen por la arena como un puñado de alfileres lanzado desde el cielo y rodean un río de agua fresca que desemboca en el mar.

Además, Max construyó seis cabañas para sus invitados y una casa grande en la cima de una montaña con un mirador a todo lo que les acabo de contar. ¿Fantástico verdad? No por nada esta playa es una de las escogidas por las gigantescas tortugas Leatherbacks para depositar sus huevos y darles a sus hijos el primer año de mar de sus vidas.

Recorrimos junto a Max y Coco este paraíso, observamos aves y comimos frutas. Todos nos metimos al mar. Bueno, casi todos. Pasaba el tiempo y Lina aún no se recuperaba de los sacudones de la lancha. Se sentó en la playa a mirar hacia el mar y pensar en el viaje de regreso.

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Viajes y protección ambiental

En Playa Colorada nos enteramos de que nuestro amigo Max Van RijsWijk está adelantando uno de los proyectos de conservación ambiental más ambiciosos de Panamá. En sus tierras, donde las tortugas Leatherback llegan  a desovar y regresan por sus crías, Max planea adelantar obras de limpieza de las playas y protección de esos animales para no ser cazados por depredadores animales ni humanos.

Aunque fuimos con mucha expectativa de encontrarnos con uno de estos gigantes del mar, sólo pudimos ver un camino de huellas y un montículo de arena con el que habían tapado sus huevos. Se nos ocurrió la idea de que fueran los mismos viajeros los que ayudaran en estos planes de conservación, trabajando como voluntarios a cambio de disfrutar de este impresionante paraíso.

Max nos ofreció hacernos cargo del proyecto, pero lastimosamente tuvimos que decirle que no. Ahora nuestra prioridad de vida está en los caminos de América. 

Sin embargo, nos dijo que va a poner a andar nuestras ideas, y que será nuestra web la primera en convocar a quienes quieran hacer parte de este proyecto. Ya les contaremos.

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San Blas, una isla para cada día del año

De vuelta al mar, la segunda parte de la aventura estaba por empezar. Íbamos hacia el que tal vez es el  destino más codiciado por los visitantes en Panamá: el archipiélago de San Blas.  El camino fue más de lo mismo: tun, tun, tun, splash, tun, tun. Con el cuerpo adolorido de las sacudidas y azotes contra la lancha, yo ya no estaba tan emocionado por el viaje marítimo. Esta vez Lina lloraba mientras me agarraba con una mano a mí y con otra abrazaba a Coco, el perro de Max.

Pero la recompensa iba llegando de a poco: a nuestro paso iban apareciendo las islas que habita la etnia indígena Guna Yala y el mar se ponía de unos colores que costaba creer que existieran. San Blas, Panamá es un archipiélago de 365 islas que limitan con Colombia, 36 de las cuales están habitadas. Nosotros fuimos a la isla El Porvenir, donde tuvimos que mostrar nuestros pasaportes y registrar nuestro ingreso, y a Nalunegua, un caserío de indígenas que recorrimos con Max mientras los nativos nos saludaban y preguntaban por el inmenso perro Coco que nunca se nos despegaba.

Allí almorzamos en una de las chozas indígenas y me di un delicioso chapuzón en ese mar cristalino. Una experiencia incomparable.

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De regreso a casa en Ciudad de Panamá los cuatro estábamos hechos trizas. Max, Lina, Coco y yo teníamos cada músculo del cuerpo maltratado y estábamos insolados por las más de 4 horas sobre la lancha.

Pero ya nos hemos acostumbrado: las comodidades pasan a un segundo plano cuando se trata de disfrutar de estas experiencias.

Nuevamente tengo que expresarles mi inmenso orgullo por viajar con una mujer guerrera que prefiere enfrentar sus miedos a quedarse quieta sin vivir la vida. Para Lina, el regreso al muelle fue más tranquilo, incluso cuando veía que la luz del día moría y la lancha seguía volando a través de las olas. El gusto por haber conocido estos maravillosos lugares y culturas nuevas fue un calmante para sus nervios.

En pocos días volveremos a las islas del Caribe. Bocas del Toro nos espera. Y nuestra viajera volverá a enfrentarse a lo que le queda de miedo. Ese que va quedando atrás cuando los kilómetros hacia Alaska van avanzando.