I
El Miedo

Cuando terminamos la conversación con aquel camionero salvadoreño nos dimos cuenta de que estábamos a pocos kilómetros de un gran peligro. Ese hombre gordo, de piel tostada por el sol, cabello ensortijado y bigote canoso, nos hizo caer en cuenta de que al cruzar la próxima frontera teníamos una alta probabilidad de ser víctimas de una de las temidas maras centroamericanas. De un momento a otro, nos dimos cuenta de que éramos unos Salvatruchas en potencia.

Estábamos en una estación de servicio en León, Nicaragua, y el tipo que nos compró una postal en 100 córdobas (unos 4 dólares) nos hizo una pregunta que nos dejó fríos en ese calor que al cálculo estaría alcanzando unos 38 grados:

    –“¿Ese no es el símbolo de la Mara Salvatrucha?”, preguntó señalando el sticker del muñequito cachetón con gafas negras y camiseta de Black Sabbath que adorna nuestro carro. 

Pues resulta que esa caricatura, que representa a quien escribe estas líneas, tiene el brazo estirado haciendo cuernos con los dedos índice y meñique como si estuviese en un concierto de rock. Y el camionero tenía razón: esos cuernos son el logo de la temida Mara Salvatrucha, una de las pandillas más peligrosas y violentas del mundo que vio su origen en los barrios de inmigrantes latinos en California y que ha extendido sus mortales tentáculos a El Salvador, Honduras y Guatemala, los tres países que seguían en nuestro recorrido.

Cifras anuales emitidas por diferentes ONG en el mundo aseguran que Honduras y El Salvador son los países más peligrosos del planeta por la cantidad de homicidios que se cometen en sus territorios. El rival a muerte de la Mara Salvatrucha es la Mara de la Calle 18, o ‘los dieciocheros’, como se les conoce popularmente. Estas dos pandillas son las que ponen la cuota de odio en sus países y a diario llenan las morgues con cadáveres tatuados hasta el rostro con símbolos de ambos bandos.

Dicen que tal es el odio que existe entre una y otra pandilla, que basta una sospecha de simpatía hacia uno de los dos grupos para que un integrante del bando contrario te quite la vida. Pues mi caricatura nos convertía en un blanco ambulante para la Mara 18, y así nos lo advirtió el camionero:

       -“Si les va bien les pueden agarrar el carro a pedradas en cualquier parte. Pero también les pueden dar bala sin preguntar. Es mejor que quiten eso”.

Mejor prevenir

Cañón de Somoto. Norte de Nicaragua. Un día antes de partir hacia El Salvador. Tijeras y papel blanco adhesivo en mano, Lina inició una intervención casi que quirúrgica a los logos de Renunciamos y Viajamos que adornan a La Jebi por todas partes. Tapaba los dedos estirados del muñequito que sale por la ventana del copiloto de tal forma que pareciera más un puño levantado que un par de cuernos rockeros (o salvatruchas).

Hecha la labor nuestra nave quedó autocensurada. En algunas partes, y como ocurre en el porno japonés,  fue muy evidente lo que quisimos ocultar. Pero ya decían nuestras abuelas: es mejor prevenir, los soldados avisados no mueren en guerra. Estábamos listos para empezar a recorrer el eje del mal en Centroamérica. Al otro día cruzaríamos hacia Honduras y El Salvador.

II
El peligro que nunca apareció

Listos los trámites, ingresamos a Honduras. Llegamos muy prevenidos, tenemos que decirlo, pero no tanto por los rumores de pandillas y delincuentes. Fueron tantas las historias que escuchamos sobre la corrupción de la Policía y las instituciones de este país, además de los malos tratos a los colombianos por supuestos nexos con el narcotráfico, que llegamos preparados a enfrentar cualquier situación.

Sin embargo, cuando los kilómetros iban avanzando y la Policía nos paraba en los retenes, nos encontrábamos con que eran personas amables, curiosas por nuestra forma de viajar y hasta consejos nos daban sobre cuales lugares eran buenos y cuales no eran seguros para andar por su país.

Llegamos preparados a que en uno de los incontables retenes policiales y militares que están desplegados por el territorio hondureño íbamos a tener que desarmar La Jebi por dentro para mostrarles cada cosa que llevábamos con nosotros. Pero lo único que encontramos fueron escenas como esta:

   – Policía: Buenos días, hacia dónde se dirigen?.

   – Andrés: Buenas señor (nos estrechamos la mano), vamos hacia El Salvador.

   – Policía: Y de dónde vienen?

  – Andrés: De Nicaragua,

   – Policía: De qué nacionalidad son? Desde dónde trajeron este carro?

   – Andrés: Somos colombianos y desde Colombia vinimos conduciendo este carro. Vivimos dentro de él y queremos llegar hasta Alaska.

   – Policía: Wow que aventura. Y tienen todos sus documentos en regla?

   – Andrés y Lina: Sí señor, por supuesto 

   – Policía: Ah bueno. Si es así sigan. Que tengan un buen viaje.

Y así, sin siquiera hacernos bajar del carro ni apagar el motor, este oficial derrumbaba ante nosotros la mala fama que precede a su institución.

162 kilómetros de carreteras hondureñas separan los pasos fronterizos que este país tiene con Nicaragua, en el sur, y El Salvador, en el norte. Nosotros habíamos decidido cruzarlos en un mismo día debido a que teníamos algo de prisa por llegar a Guatemala y los noventa días que nos dieron para estar en los países del CA4 (Nicaragua, Honduras, El Salvador y Guatemala) se estaban agotando. Así que en pocas horas, estábamos ante una nueva frontera y luego de cruzarla entrábamos al séptimo país de esta aventura: El Salvador.

No podemos negar que el buen trato de la Policía hondureña calmó un poco los nervios (sobre todo de Lina), para empezar este nuevo viaje por los mal afamados dos países más peligrosos del mundo. Incluso, antes de cruzar de Honduras a El Salvador, mientras tomaba una foto de La Jebi en la frontera, apareció ante mí uno de los temidos mareros.

Calzaba chancletas y vestía un jean con una camiseta anaranjada. Tenía tatuajes grises desde sus dedos hasta el mentón y algunos en su rostro. Cuando  me vio tomando fotos desaceleró el paso y se quedó mirándome a los ojos.

  • “Buenas tardes”, fue lo único que me salió en el momento.

El tipo levantó las cejas en señal de saludo, miró nuestro carro y siguió su camino.

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III
El buen augurio de un buen pueblo

Cuando íbamos recorriendo las carreteras de Honduras sentimos que la Jebi perdía fuerza y por ratos no aceleraba lo suficiente. Pero cuando empezamos a recorrer los caminos de El Salvador el problema se agravó y la velocidad de nuestro carro no dio ni para adelantar a un tractor cargado de caña. Los síntomas nos hicieron recordar la vez que nos pasó lo mismo en los Llanos Orientales de Colombia y no teníamos duda de qué se trataba: era la bomba de la gasolina la que ocasionaba el fallo.

Paramos en Santa Rosa de Lima, el primer pueblo que encontramos, y fuimos a un taller. El mecánico abrió el capó, le saco las bujías y dijo que estaban quemadas, que había que cambiarlas, que eran las bobinas, que necesitaba esto, aquello y lo otro. Sentimos que más que ayudarnos quería nuestra plata, así que decidimos avanzar hasta San Miguel, la siguiente ciudad.

A ese lugar llegamos a la miserable velocidad de 20 km/h cuando ya caía la noche. Luego de aquel día larguísimo de trámites, fronteras, policías y desperfectos mecánicos, fueron los Bomberos los que nos recibieron y nos dieron albergue mientras amanecía para buscar un lugar dónde reparar La Jebi. Esa misma noche probamos el manjar con el cual El Salvador flechó nuestros corazones (y nuestros paladares) para siempre: Las Pupusas.

Esta exquisitez es algo así como una arepa rellena de frijol, queso y una florecita que germina en Centroamérica llamada loroco (como somos vegetarianos no nos molestamos en probar las demás). Las pupusas son hechas de masa de arroz o de maíz, puestas a la plancha y servidas con salsa de tomate natural y encurtidos de diferentes vegetales. Sin duda una de las mejores experiencias gastronómicas que hemos tenido en todos nuestros viajes.

Al día siguiente la búsqueda de taller fue corta y gratificante. Íbamos por una de las avenidas principales de San Miguel y Lina vio un taller enorme y limpio con un gigantesco letrero en el que se podía leer la inscripción ‘GRUPO Q’. Era  algo grande, como de una multinacional. “Esperáme en esa Texaco que voy a ir a contarles del problema a ver si nos ayudan”, me dijo Lina.  Cinco minutos después llegó con una sonrisa en sus labios, contándome que había hablado con el gerente y que le dijo que sería un gusto revisar y reparar nuestro carro, que ellos son los únicos distribuidores de Renault en El Salvador y que estarían encantados en hacer parte de nuestro viaje.

Cuando entramos La Jebi ingresó de inmediato al taller, mientras mecánicos y personal administrativo nos preguntaban sobre nuestro viaje y se desbordaban en atenciones. Pasamos todo el día en el taller y al final de la tarde le habían hecho un chequeo completo, limpiado el filtro de la gasolina y arreglado otras cosas que le encontraron malas.

“Fue un gusto tenerlos por aquí viajeros. Vayan a probar el carro y si algo ocurre no duden en regresar”, nos dijo el gerente de taller del Grupo Q mientras estrechaba nuestras manos.

Y así, sin más, y sin pagar ni un solo centavo, La Jebi ya estaba lista para seguir con su largo camino llevándonos y alojándonos hasta Alaska y nosotros felices por encontrarnos gente tan buena y amable en un país al que nadie quiere ir porque supuestamente es un campo de batalla entre dos grupos rivales.

Nuestro segundo día en El Salvador se presentaba como una pequeña muestra de las muchísimas cosas buenas que este precioso pero sufrido país tenía preparadas para nosotros.

El viaje, como buen maestro que es, nuevamente nos dejaba una enorme lección de vida: no hay mejor forma de conocer un lugar y librarse de los prejuicios que yendo personalmente a vivirlo.

Si quiere seguir nuestro viaje por El Salvador, y conocer más de nuestra aventura por el llamado ‘Pulgarcito de América’, no se pierda la segunda parte de esta historia en este link