–          Buenas su merced, ¿en qué puedo servirlo?

–          Gracias, andamos buscando un lugar donde estacionar para pasar la noche y este parece seguro. ¿Sabe con quién podemos hablar?

–          ¿Pero cómo se van a quedar aquí su persona?, deme cinco minuticos que estamos terminando de recoger unas cosas y nos vamos para mi casa con mi esposo y mi hijo. Allí pueden parquear.

La conversación la sostuve con una mujer boyacense a través de la reja de un establo contiguo al parque en el que minutos atrás habían finalizado las Fiestas del Campesino en su versión 2014.  Caía la noche de ese domingo, el último día de Agosto, y el lugar al que nos dirigíamos provenientes del Llano tenía las puertas cerradas y sus instalaciones vacías. Aquella campesina humilde de nombre Ana y sus seres queridos fungieron como nuestra familia durante nuestra estadía junto a uno de los lugares más impresionantes que tiene la geografía colombiana: La Laguna de Tota.

La oferta inicial de parquear La Jebi junto a la casa de esta encantadora familia campesina terminó en una charla de varias horas en las que tomamos cerveza, café negro con panela y compartimos historias sobre nuestras vidas y las suyas. Nos contaron, por ejemplo, que viven del cultivo de cebolla, como casi toda la población. También siembran habas, papa, uchuvas y arveja. Pescan trucha en la laguna y tienen una pequeña tienda donde venden víveres y productos de catálogo a sus vecinos.

Ana y su esposo Eleuterio tienen cuatro hijos y una nieta de cuatro años; y todos viven juntos en una casa a medio construir en la que cocinan con leña y se abastecen con agua de un manantial cercano. Tienen dos perros, tres vacas, tres terneros y cuatro ovejas de las que sacan lana. Esta mujer es una de esas millones que en Colombia se echa su familia al hombro y desde las cuatro de la mañana se calza unas botas de caucho para alimentar a los suyos, arrea su ganado hacia pastos cercanos, recoge leña y la raja para tener el fuego vivo, lava, cocina y hace aseo, sobrelleva la difícil prueba de haber parido a una niña discapacitada y nunca, pero nunca, borra una enorme y contagiosa sonrisa de sus labios.

Ni siquiera cuando dice que “esta situación está muy dura, su persona”, que “esta ‘belleza’ de presidente que nos tocó nos tiene abandonados”, que “por culpa de esos verracos paros perdimos el año pasado más de 15 millones de pesos”. Su rostro deja ver que para ella la vida es hermosa, que disfruta del patio de su casa con una laguna de más de 10 kilómetros de extensión y siempre tiene algo para compartir por muy vacía que esté su despensa. Agua de panela, tinto, lentejas con arroz, papa cocida; sus brazos siempre están extendidos con atenciones para quienes la rodean. Habernos encontrado con esta familia, nuestra familia boyacense, es una de esas coincidencias por las que tenemos que agradecerle a la vida de viajeros que hoy llevamos.

Yecid es el hijo mayor de Ana y Eleuterio. A sus 33 años es concejal de Cuítiba, su pueblo, y cursó hasta quinto semestre de Contaduría. Como lo hace su padre y lo hizo su abuelo, quienes también fueron elegidos como líderes políticos por voto popular, Yecid se levanta a diario cuando aún no aparecen los primeros rayos del sol y se va a arrancarle miles de tallos de cebolla larga a la tierra.

Aun así, luego de su extenuante jornada, este hombre robusto y de cachetes enrojecidos por el sol y el frío nos llevó en su bote de remo a dar un paseo de casi dos horas por la helada laguna, nos internó en la isla que reposa en medio de tanta agua y nos esperó hasta ver el atardecer. Y lo único que esperó a cambio fue ver nuestras caras de felicidad durante y después del recorrido.

¿Es tan importante la calidad de las paredes que te alberguen durante un viaje? ¿Lo es acaso el afán de coleccionar sellos en el pasaporte? O ¿es que realmente un viaje se construye ladrillo a ladrillo con las personas que conoces en el camino y los recuerdos que de ellos te llevas para siempre? Ana Díaz y los suyos nos dejan claro que la última de estas tres opciones será siempre la nuestra. Llevamos 1.500 kilómetros recorridos y la Colombia que descubrimos, la de Ana, la de la laguna, la del llano y la sierra, nos enamora cada vez más.