Cuando partimos de casa, hace ya ocho meses (increíble que haya pasado tanto tiempo), salimos con la tremenda noticia de que una compañía de ferry iba a inaugurar una ruta nueva entre Cartagena y Panamá el 26 de octubre de 2014. En ese viaje, como si todo encajase para hacer más fácil nuestro camino hacia Alaska, podríamos llevar con nosotros a La Jebi y así ahorrarnos muchos trámites y sobre todo muchísimo dinero, pues ya no tendríamos que enviar nuestro carro en un buque de carga.

Pues así fue. La fecha llegó y la noticia de que el colosal barco de la empresa Ferry Xpress empezaba a surcar las aguas del Caribe entre Colombia y Panamá, creció como bola de nieve entre la comunidad de viajeros panamericanos. Estábamos tranquilos y felices por la buena nueva y a todo el mundo se la contábamos en el camino.

En el Desierto de la Tatacoa  conocimos a Karin y Coen, la que hoy por hoy es la pareja de viajeros más reconocida en el mundo. Acampamos con ellos y conversamos sobre el tema. Nos dijeron que esto del Ferry podría ser tan sólo una ilusión momentánea y que debíamos aprovecharla lo más pronto posible, debido a que los bajos costos en transporte de vehículos le hacen un hueco financiero enorme a las empresas de carga tradicionales. Según ellos, que ya contaron doce calendarios desde que salieron a viajar en su landcruiser por los cinco continentes, nada tendría de raro que de un momento a otro una traba burocrática apareciera y la ilusión de tantos que viajamos en casas rodantes por América simplemente naufragara.

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Pues llegando Diciembre, cuando ya nuestro viaje a Cuba  era un hecho, la triste noticia de que el Ferry paraba sus servicios nos cayó como balde de agua fría. Solo por mandar La Jebi por container el precio triplicaba el del ferry (más de 1200 dólares), y a eso había que sumarle tiquetes de avión para nosotros dos.

Dejamos La Jebi en Cartagena y volamos a la isla de Fidel con un horizonte incierto sobre lo que tendríamos que hacer para cruzar a Centroamérica con nuestra casa rodante. Pero si algo aprendimos en este viaje es a disfrutar el presente. Siempre sabemos que algo bueno pasará.

Durante los casi dos meses que estuvimos en Cuba no tuvimos conexión a internet, así que el panorama sobre el Ferry de nuestros sueños seguía siendo desconocido. Pero una vez llegamos a Cartagena, nos dimos cuenta de que el servicio se había reactivado, y que estaba llevando automóviles y pasajeros por tiempo limitado. Cerraban temporada finalizando abril y debíamos apurar los trámites para irnos.

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La odisea antes de altamar

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Casi dos semanas recorrimos la ciudad bajo su sol canicular en busca de una empresa patrocinadora que quisiera unirse a nuestro viaje aportándonos un seguro obligatorio de accidentes (SOAT). Para los vehículos colombianos este papel es un requisito indispensable a la hora de salir del país y teníamos que comprarlo por un año así sólo fuéramos a utilizarlo para movernos del estacionamiento al barco. El costo de casi 300 dólares casi que igualaba a los 325 que costaba el envío del auto.

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Dos veces nos dijeron que sí, en ambas ocasiones nos pusimos eufóricos. Luego salieron con que no, que estaban patrocinando deportistas, que no se podía por ahora, que bla, bla, bla. Otras veces nos decían; “siéntense allí y esperen al doctor”, pero nunca llegaba. “Aquí no podemos ayudarle, pero vaya allá que fijo sí”, y nada.

Echamos mano de nuestros últimos ahorros para conseguir ese y otros documentos que la burocracia se inventa para justificar sus salarios. Estábamos listos para zarpar.

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Flotando en el Caribe Turquesa

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El día de la partida fue largo, extremadamente caluroso y agitado. Desde las 7 de la mañana empezamos a hacer los últimos documentos que nos exigían, y una vez listos, nos dirigimos a la sociedad portuaria de Cartagena. Fumigaron La Jebi y nos hicieron esperar varias horas afuera, bajo el sol infernal del Caribe colombiano. 

Aprovechamos la espera para conocer y hacernos amigos de otros viajeros de varias partes del mundo que estaban cruzando a Panamá en el mismo Ferry. Motociclistas de Italia, Inglaterra, Argentina, Portugal, Venezuela y Chile estaban viajando con sus poderosas máquinas hacia el norte del continente. 
También conocimos a Ceci y Leo, dos argentinos que partieron desde Tandil, en su país, y pretenden llegar hasta Alaska en un Renault 12. La tribu viajera no para de crecer.

Con todos hablamos de rutas, experiencias, de política y las situaciones de nuestros respectivos países. Compartimos cervezas y bocadillos mientras recibíamos varias noticias de que nuestro barco estaba retrasado y que la hora de partida se iba a alargar.

Pero la demora del barco al final jugó en favor nuestro. Es costumbre que a todos los viajeros les hagan desocupar por completo el interior de sus vehículos, pues Colombia y Panamá son puntos estratégicos para el tráfico de drogas hacia el resto de Centroamérica, Estados Unidos y Europa.  
Pero ese día fue la excepción. El retraso del barco y la premura por embarcar los vehículos hizo que la Policía solo pusiera a un perro a olfatear La Jebi por fuera. Listo. No hubo necesidad de, literalmente, sacar nuestros trapitos al sol.

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El momento de ingresar nuestra casita rodante en las entrañas de ese monstruo flotante fue muy especial. Mientras la conducía hasta el lugar donde navegaría durante las próximas 20 horas, pensaba una vez más que la fortuna está de nuestro lado y que nunca nos ha dado la espalda para cumplir nuestro sueño. No tuvimos que separarnos de nuestro auto y al otro día estaríamos conduciendo por las rutas de un nuevo país. Seis meses por Colombia y dos por Cuba tan sólo habían sido el preámbulo de esta aventura; el verdadero viaje estaba empezando en este momento.

Abandonamos el puerto de Cartagena con una imagen que siempre recordaremos: la de nuestro país haciéndose chiquito en el horizonte mientras nos adentrábamos en el océano.

El viaje fue muy tranquilo, cómodo y con una vista preciosa. Recorrimos de noche y de día todos los rincones del barco y disfrutamos de la compañía de nuestros nuevos amigos, con quienes intercambiamos experiencias y aprendimos formas de hacer dinero en el camino.

El Ferry era tan lujoso como caro. Por una pizza personal sin queso y con salsas artificiales pagamos más de 10 dólares, y el mesero, medio en italiano y medio en español, nos recordaba con frecuencia que cada uno debía cancelar 2,5 dólares adicionales por el simple hecho de estar sentados en ese lugar. Sin embargo, la felicidad de estar avanzando en ese océano azul turquesa era impagable.

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Finalmente llegamos. Tarde, tardísimo, pero llegamos. Lo que no esperábamos era que la burocracia panameña también hiciera de las suyas y superara con creces los padecimientos de nuestro país. Papeles y más papeles. Fotocopias, recibos, filas y revisiones hicieron que estuviéramos más de cuatro horas esperando para poder salir. Los motociclistas, supimos después, salieron a la 1:00 de la mañana del día siguiente.

Todo listo. Una nueva etapa de nuestras vidas viajeras estaba empezando. El estéreo de La Jebi estaba tronando por las calles de Colón, el puerto de llegada a Panamá. Cansados como estábamos, hambrientos y con mucho sueño, decidimos quedarnos a dormir en los Bomberos de Colón con la pareja argentina y dos motoqueros muy buena gente que iban hacia Honduras.

Luego de casi tres meses, nuestra cómoda Jebi nos volvió a cobijar en su interior.

Los rayos del sol del nuevo día despertaban a estos dos viajeros y les daban la bienvenida a un nuevo país. Nunca estuvimos tan cerca de Alaska como ahora.

Fotos: Así viajamos en altamar con La Jebi entre Colombia y Panamá 

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