Por fin la lluvia cesó y la muchedumbre de almas fieles al diablo colmó las calles de Riosucio. Recién pasaron las ocho de la noche del segundo sábado de enero de 2017 y ya se cuentan por miles los cuernos luminosos que brillan como luciérnagas rojas. Máscaras de rostros endemoniados adornan incontables cabezas. Van al encuentro de un gigante espectro de apariencia desconocida. Sólo se sabe que es enorme; pocos lo han visto pero nadie se atreve a describirlo.

A lo lejos se escucha el murmullo de la sirena de una vieja máquina apaga fuegos conducida por un bombero enmascarado. Todo está listo para venerar al rey de los abismos en el ritual que el pueblo entero espera ansioso desde hace 725 días. 

Invocan su nombre al grito unísono de ‘Uh uh carnaval, uh uh carnaval’. Como si los escuchara, su majestad el diablo hace su  macabra aparición frente a la multitud que lo espera amontonada. A simple vista se puede observar que tres hombres grandes parados uno encima de otro no alcanzarían a superar su colosal tamaño. Es rojo, musculoso  y su posición da la impresión de querer levantarse para saludar a sus fieles: rodilla izquierda y pie derecho en el piso. Sostiene un bejuco y da la sensación de abrir las masas al paso de su infernal figura de cuatro metros de altura.

Su pecho está atravesado por un rayo de fuego que alumbra y sus ojos iluminan como si las cuencas estuviesen inundadas por lava incandescente. Tiene las alas replegadas, unos cuernos que se ven apenas creciendo y bajo su risa socarrona tiene una chivera puntuda y bien perfilada.

La enorme estructura diabólica es tirada por las calles del pueblo por la Cofradía Satánica, un grupo de veinticuatro hombres enmascarados y enfundados en túnicas escarlatas. Demonios negros, rojos y amarillos con cachos polimorfos danzan a su alrededor bajo el mando de los tambores de una batucada furiosa y ataviada de luto que lo escolta. Cientos de flashes destellan en los rostros de los fieles que buscan una selfie con el dueño de los infiernos, materializado para consumar una vez más el festejo carnavalero.

Nadie le reza maleficios. Ninguno le ofrece sacrificios. Todos cantan, beben y bailan bajo el permiso de su majestad el diablo, que cada dos años, en año impar, cobra vida con un aspecto distinto para celebrar la vida de este pueblo frenético de entusiasmo.

Antes de llegar a la plaza de La Candelaria para conversar con la Junta organizadora del Carnaval, el gigante rojo inició su recorrido desde la galería, pasó por el ancianato, por la panadería La Vienesa y el banco de Bogotá. Miró a los ojos a quienes lo esperaban en los balcones de la calle del Comercio y realizó su entrada triunfal rodeado por bailarines lanzallamas para posarse frente a la tarima principal del Carnaval.

A su arribo, la Junta del Carnaval lo saluda desde el tablado:

El gigantesco demonio, aún rodeado por sus fieles, extiende sus alas. Luego de una risa de ultratumba el diablo responde:

 

Explicó que sus cuernos chicos son un símbolo de renovación por la nueva junta. En medio de sátiras y burlas en verso, sobre la situación del pueblo en los últimos dos años, su satánica majestad le dio paso al himno del carnaval:

El pacto con el diablo estaba sellado. La promesa era gozar la vida hasta decir no más. Lucifer había instalado su reino una vez más en este pequeño pueblo colombiano de 50 mil habitantes.

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Todos los riosuceños tenemos el diablo adentro, nos dice Fernando Gutiérrez mientras comemos una bandeja de fríjoles en un pequeño restaurante del pueblo. -Un diablo bueno, que representa la alegría, la fiesta y la reconciliación entre los pueblos; nada que ver con maldad ni satanismo, aclara el hombre de sombrero y barba cana.

A la vuelta del restaurante, el bar Ruta 66 atrae clientes con una fachada pintada con llamas, cuernos y colas. Lo que parece un antro de harlistas rockeros proyecta en sus pantallas música de cantina popular en las ferias de pueblo. Adornos y avisos publicitarios alusivos al diablo se repiten una y otra vez en cada cuadra. De la puerta de un estanco de licores cuelga un cartel con letras en llamas que dice ‘La Cueva del Putas’ y en las paredes de la plaza de mercado una pareja se toma una foto junto al grafitti de una diabla con los pechos descubiertos. Los balcones de las casas exhiben máscaras carnavaleras y banderas de la ciudad atravesadas con tridentes. El grito de carnaval que estuvo represado durante dos años hace eco en cada rincón.

Por momentos, caminar por las calles de Riosucio era una labor tan difícil como lo era respirar. Algunos medios de comunicación calculaban 250 mil personas reunidas en torno al diablo, pero nadie estaba seguro de cuántas almas vibrábamos en aquel frenesí. Nadie sabía más sobre cuántos turistas llegaron al pueblo que sobre el borracho que salió del baño de damas en la cantina Monterrey, o del taxista que no se detuvo porque ya está encargado, o de la señora que vigila las latas de cerveza ajenas para venderlas como reciclaje, o de los metaleros que deambulaban enfundados en cuero negro con camisetas de Bathory, Cannibal Corpse y Possessed.

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Pocas veces uno se puede encontrar a alguien tan orgulloso de su tierra como un riosuceño en carnaval. Cuentan, dicen y repiten que este no es un diablo malo, que son los dueños del carnaval más largo del mundo porque empieza en junio con la instalación de la República del Carnaval, y que cada mes se realizan eventos culturales y se leen decretos en público para ir avivando la tradición.

Doña Silvia Tapasco vive en una de las tantas residencias en cuyas fachadas hay una bandera verde, blanca y amarilla estampada con un letrero que dice ‘casa cuadrillera’. Nos cuenta que en esa, su casa, algunas cuadrillas organizan sus comparsas, preparan sus disfraces y terminan sus recorridos para contar a propios y extraños los aspectos fundamentales del domingo de carnaval. Una cuadrilla, nos enteraríamos más tarde, es la máxima manifestación del carnaval encarnada por un grupo de locales que se disfrazan y adaptan canciones reconocidas con letras que critican, exaltan o se burlan de alguna situación del país, el mundo y, como no, del propio Riosucio.

«Gocen sin moderación pero cuídense mucho, nos despidió entre risas la señora Silvia»

Vimos desfilar a las cuadrillas el tercer día del carnaval, después de que el amo de las profundidades hiciera su recorrido triunfal. Recorrían el pueblo disfrazados con temáticas diversas: rusos, mongoles, macondianos, demonios, matachines. La gente llenó calles, tribunas, balcones, andenes y hasta los techos de las casas para ver pasar a cada comparsa acompañada por su propia chirimía. Difícil era pensar que en ese momento existiera un lugar en el mundo con una mejor fiesta que esa. Ya con el diablo frente a la tarima, las cuadrillas cantaron sus canciones y demostraron por qué el Carnaval de Riosucio es una fiesta que trasciende a la parranda para convertirse en un generador de dinámicas sociales que siguen uniendo al pueblo como se pensó hace 170 años.

Porque pocos de los que empinan el codo con una botella en la mano saben que esta tradición cultural colombiana, declarada como patrimonio inmaterial del país, tuvo sus inicios en 1847, cuando dos párrocos unieron a dos pueblos enemigos a muerte y celebraron esa unión con un carnaval. Ni tienen por qué saber que ese carnaval se empezó a celebrar a principios de año porque era solo en el día de Reyes Magos que los españoles les permitían salir a sus esclavos y los dejaban bailar. Y los curas les ofrecieron el diablo a quienes con su comportamiento hicieran cosas en contra de la paz. Pero alguien comentaba por allí que fue desde 1915 que el diablo se convirtió en el icono del carnaval, el tótem de adoración de los riosuceños y cualquier forastero que se atreva a pisar esa tierra la primera semana de un año impar.

El secreto para disfrutar de esta fiesta es no otorgarle cualidades religiosas ni anticristanas al diablo, y verlo como un estado de ánimo heredado de esa mezcla de tradiciones, culturas y razas que hacen de América un continente inabarcable y de Colombia un país tan diverso.

¿Cómo negar que el Diablo puede ser también un vínculo de hermandad y amistad cuando fuimos adoptados ese fin de semana por una familia local?

La familia Pinzón nos abrió las puertas de su casa y nos hizo sentir sus anécdotas carnavaleras como propias. Gracias a sus historias de infancia entendimos por qué esos niños que cantaban ‘Diablo querido’ en  la mañana, sobre la tarima del parque San Sebastián, son la garantía de que este carnaval estará vivo mientras Riosucio esté en pie.

Uniformados de negro fungimos como hijos adoptivos de la comparsa de los Pinzón durante el desfile de las colonias el sábado. Al ritmo de la chirimía de la familia, recorrimos las calles del pueblo en medio de la fiesta como si fuésemos un riosuceño más, retratando la felicidad de una foto tras un marco de colores y conociendo de viva voz esa tradición colombiana de más siglo y medio de existencia.

Esos días no solo vivimos el jolgorio interminable de la calle, sino que fuimos huéspedes en su casa y compartimos charlas y comidas como si nos conociéramos de toda la vida. En nombre de la amistad, el diablo unió nuestros caminos.

Salve salve placer de la vida, salve salve sin par carnaval. Nuestra despedida de Riosucio fue también una promesa de regresar cada año impar a rendirle culto a la historia, a la alegría y a las tradiciones de este increíble país que nos vio nacer y que en este pueblo se encarnan en la figura del diablo.

De vuelta a casa conduciendo La Jebi repasábamos lo sucedido mientras nuestros compañeros de viaje se reponían de los cuatro días de fiesta imparable. Sólo una duda nos quedaba: ¿cómo es que no habíamos asistido nunca al famoso Carnaval del Diablo en Ríosucio? La respuesta jamás la vamos a encontrar.

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