A las 11:30 pm del 2 de marzo al fin pasó la guagua –así le llaman a los buses en Cuba- que esperábamos hace más de una hora y que nos llevaría al malecón de La Habana. Estábamos cansados, mucho, pero le supliqué a Lina que nos despidiéramos de Cuba en uno de nuestros lugares favoritos, y que me acompañara a fumarme mi primer habano en la isla mientras hablábamos sobre ese fantástico viaje que llegaba a su fin.

Era nuestro día número 44 en la isla, compramos una cajita de ron de un dólar y nos sentamos en un lugar iluminado diagonal al imponente Hotel Nacional, antiguo sitio de reunión de la mafia gringa. Minutos después de que el reloj anunciara el nuevo día, el día 45, nuestro último día, tres músicos se acercaron a nosotros.

Cantaron una canción de Arjona pese a nuestra insistencia de que no lo hicieran, de que no nos gusta y de que no teníamos nada para remunerar su trabajo. Luego Yisnel, uno de los cantantes, me preguntó:

-¿Cómo te llamas?

-Andrés

-“Ese es el nombre de mi padre”. (Sacó su carnet de identidad sin que nadie lo pidiera y comprobó lo dicho). “Pobre mi viejo Andrés, un hombre del campo, trabajador. Pobrecito. A él le escribí esta canción”.

Mientras rasgaba su guitarra, su alma empezó a gritar lo que su cansada voz apenas alcanzaba a decir. Andrés, mi nombre, el de su padre, se mencionaba al principio de cada verso. Era como si me pidiera a gritos que escuchara su historia. Contaba, cantaba, que Andrés hacía hasta lo imposible en el campo por darle una vida digna a su familia. Que Andrés vivía mortificado porque su niño no tenía zapatos. Que Andrés no entendía la suerte de vida que le tocó. Que Andrés, soñando con algo más de dinero, armó una balsa y se echó a la mar. Que a Andrés –mira hacia el mar y hace una pausa para matar el temblor en su voz- ese río grande se lo tragó y al lado de su familia nunca más volvió.

Si la guagua hubiese llegado a tiempo, tal vez esta conmovedora despedida de Cuba jamás hubiese ocurrido. “¿Si ves como las cosas lo están esperando a uno y no hay forma de escaparles?” Le dije a Lina cuando los músicos se fueron en busca de las últimas monedas de la noche. Pocas horas después, desde la ventana del avión, veíamos a esa maravillosa isla hacerse cada vez más pequeña hasta perderse entre los azules y verdes profundos del mar Caribe.

Ya les habíamos contado AQUÍ la historia de nuestra llegada a La Habana dando palos de ciego, y como David, un joven taxista local, nos salvó sin habérselo pedido.

Pues bien, luego de pasar tres días en su casa, y aunque gozábamos de mucha comodidad y excelentes atenciones por parte de su familia, el lugar estaba lejísimos del centro de la ciudad, donde están casi todas las cosas que hay que conocer. Todos los días teníamos que viajar una hora en guagua de ida y otra de regreso para tratar de recorrer la capital, lo que nos demandaba mucho tiempo y esfuerzo. Entonces decidimos buscar otro hogar.

Íbamos y veníamos de aquí para allá y de allá para acá en La Habana. Nuestras cámaras obturaban ante nuestro asombro por la belleza de la ciudad y en cada esquina yo hablaba con gente local que me contaba algo sobre Cuba, me preguntaban sobre Colombia, me recomendaba algo o me brindaban un trago mientras les contaba de nuestra aventura camino a Alaska. Así íbamos conociendo lo mejor que tiene Cuba: su gente. El cubano es siempre alegre, conversador, descomplicado, solidario y, en la mayoría de los casos, desinteresado.

En Santa Marta, Colombia, habíamos conocido a Yenny, una compatriota nuestra que al enterarse de nuestro viaje a Cuba compró unos dulces de leche y café para mandarles a dos grandes amigas suyas. “Ténganlas en cuenta para cualquier cosa que ellas son muy buenas personas y en algo les van a ayudar”, nos dijo.

Así que fuimos al sector de El Vedado a casa Olguita, una de las destinatarias de nuestro encargo. Nos recibió con la amabilidad que caracteriza a los cubanos y en pocos minutos nos hizo sentir en familia. Le contamos sobre nuestra búsqueda y con una sola llamada ya teníamos casa; justamente, donde la otra amiga de Yenny destinataria de los dulces, una investigadora cubana que ha viajado por el mundo gracias a su trabajo sobre la violencia de género.

Zulema, nuestra nueva anfitriona, resultó ser una mujer fascinante, conocedora del mundo y muy buena conversadora. Nos cobró menos de la mitad de lo que cobraría una casa oficial de alquiler (ni hablar de los precios de un hotel), nos permitía cocinar y estábamos a diez minutos de La Habana Vieja y Centro Habana en bus. Nada mejor podíamos pedir.

La Habana es una ciudad realmente impresionante. Todo nos sorprendía. No queríamos parar de recorrerla. Sus calles son un museo rodante por las que circulan hermosos automóviles clásicos americanos, de esos que ya solo se ven en las películas, y comparten las vías con cientos de bicitaxis y otras tantas de esas anacrónicas y despreciables carrozas haladas por caballos. Las edificaciones viejas, roídas o destruidas nos mantenían la mayor parte del tiempo mirando hacia arriba y la omnipresencia del socialismo nos hacía querer saber más y más a cerca de la revolución que un día cambió la vida de todo un pueblo y que se mantiene tres generaciones después.

Vea aquí la galería de La Habana que se desmorana

Mientras explorábamos la capital de la isla conocimos a Rey, un fotógrafo local al que contacté desde Colombia vía Facebook y cuya obra magistral venía siguiendo hace algún tiempo (vea aquí su trabajo: Rey Cuba Photography). Nos encontramos con él y su esposa Laura a las afueras del Capitolio Nacional, intercambiamos un par historias y eso bastó para crear una gran amistad, que durante nuestra estadía en su país fue creciendo en medio de varias salidas juntos a fotografiar La Habana y a comer.

Incluso, un sábado lluvioso, viajamos a Pinar del Río, Soroa y Viñales invitados por ellos y en la comodidad de su auto. La escena podría sonarle familiar si ha viajado por el mundo y encontrado amigos que quieran compartir con usted e invitarlo a conocer su tierra, pero en Cuba contar esta historia es todo un privilegio.

Y mire usted si el mundo es pequeño y conspira para que cosas increíbles pasen. Al regreso de este viaje Rey y Laura nos dejaron en la entrada de nuestra casa, y justo cuando nuestra casera abrió la puerta, Laura exclamó un sonoro “No lo puedo creer”; y lo repitió aún más duro “no lo puedo creer”.

Pues resulta que Laura y Zulema vivieron durante tres meses juntas en Holanda 12 años atrás, gracias a una beca que obtuvieron, y desde que volvieron a Cuba perdieron sus contactos y no se habían vuelto a ver. Justo ese día una pareja de colombianos que van para Alaska en carro, y decidieron hacer un paréntesis en las vías para volar a Cuba, fueron los causantes de su reencuentro. La magia de aquella sorpresa nos llenó de tanto asombro como alegría.

 

De carencias y abundancias

Dos cosas se iban planteando difíciles por aquellos días. La primera, y primordial, ser vegetariano en Cuba. La dieta básica de los isleños es arroz, frijol, carne de cerdo y viandas. Los desabastecidos estantes de los mercados no ofrecían mucha variedad que digamos, puesto que el país no se caracteriza por ser agricultor y no importa alimentos.

Las opciones se reducían a comer pizzas y espaguetis en las ventanas de algunas casas que venden estos platos a precios realmente irrisorios (con un dólar comíamos los dos), pero con el paso de los días nuestros estómagos se fueron convirtiendo en dos bolas de masa pesadas y difíciles de cargar. Tocaba improvisar con lo que había, pero tenemos que confesar que fue la labor más difícil de cualquier viaje que hayamos hecho.

Lo segundo, abandonar nuestras labores en la web, en esta página que usted lee en este momento y que tantas cosas gratas nos ha dejado desde el día en que partimos. Pero también hubo solución, a lo cubano, claro está. Conocimos en La Habana Vieja a un hacker que se mete al lobby de los grandes hoteles y, con algunas claves y un par de aparatos puede acceder a una conexión de buena calidad, que, como muchas cosas en Cuba, son privilegio exclusivo para extranjeros y un misterio para los locales.

Así pudimos contarles a ustedes algo de nuestra llegada a estas tierras y conversar un poco con nuestros familiares, cosa que es difícil hacer por teléfono debido a los precios exagerados y a la falta de lugares donde llamar.

Pero algo siempre fue una constante, abundaba por doquier, siempre estuvo a nuestra disposición y fue lo mejor que tuvo este viaje: la increíble amabilidad de los cubanos, que en muchos lugares ya nos reconocían y gritaban a nuestro paso ¡Eyy Colombia!.

Con tanto tiempo como teníamos, recorrimos toda la ciudad. Anduvimos mucho, muchísimo, por el malecón, por el paseo el prado, por parques, plazas, museos, fuimos a la cabaña a ver el atardecer sobre la ciudad y al colosal hotel nacional a jugar cartas en los prados mientras veíamos el sol caer. Nos movíamos en guagua y nos dábamos un manjar fotográfico como pocos.

Rock n’ Roll y fiebre

Así como lo leen. Hasta en Cuba encontramos rock n roll. Y no cualquiera. A nuestro paso se fue desplegando una escena rockera, y sobre todo metalera, que nos sorprendió. Mis dos pasiones se activaron de inmediato: quería conocer más de la música de mis amores que se produce en Cuba y mi olfato periodístico me obligó a investigar sobre los orígenes del rock en la isla. Así que conocimos músicos, fanáticos, productores, nos hicimos grandes amigos de leyendas del rock en Cuba como Dioni Arce de Zeus y Juan Carlos Torrente de Combat Noise, fuimos invitados a sus conciertos y a sus casas y decidí escribir una crónica para venderla a algún medio y así financiar algo de nuestro viaje con las historias que vamos encontrando en el camino.

Como si esto fuera poco, fuimos invitados especiales a uno de los conciertos de rock más grandes que se ha visto en la isla: La banda norteamericana The Dead Daisies, conformada por músicos de Guns N’ Roses, The Rolling Stones, Motley Crue y WhiteSnake, tocó dos noches en el Maxim Rock y el salón rosado de La Tropical. El evento fue todo un suceso en la isla y hasta el día de nuestra partida se hablaba de él.

30 horas de hipo

Pasábamos nuestros últimos días en La Habana antes de emprender un viaje de más de 3000 kilómetros a lo largo y ancho de Cuba. Ya las maletas estaban listas y también la hora pactada para empezar el recorrido. De un momento a otro me empezó un hipo intenso que con el paso de las horas se fue agravando. Eran unas convulsiones muy fuertes que me impedían hablar, comer y no me dejaron dormir. Más de 30 horas sin parar de hipar.

Fui al médico y me recetó unas pastillas con una lista de contraindicaciones larguísimas, que incluía somnolencia, insomnio, paranoia, alucinaciones, estreñimiento, entre otras. El tratamiento era de cinco días, pero tomé dos píldoras y el hipo empeoraba.

  “Tenemos que ir al hospital mi amor. HIP. Necesito un sedante y que me quiten este hipo de mierda que me va a enloquecer. HIP.”,le dije a Lina desesperado»

Pero a ella se le ocurrió una excelente solución. Llamó a nuestro amigo Rey, el fotógrafo, que trabaja en una multinacional canadiense y tiene acceso a internet. Le pidió que consultara con el buen ‘Doctor Google’ un remedio casero y en pocos segundos llegó a mí con una posible solución.

Debía tragarme dos cucharadas de azúcar en seco y luego beber siete sorbos de agua sin respirar. Una vez me quité el vaso de la boca, woala!, el hipo infernal había desaparecido.

Pasé dos días en cama con fiebre y dolor en el cuerpo, pero los cuidados de Lina me hicieron recuperar por completo en poco tiempo. Todo listo para dejar La Habana e ir a descubrir las entrañas de Cuba.

 

Les dejamos un adelanto para que no se pierdan la tercera parte de esta historia: nos robaron en el país más seguro del mundo.