Fue un amor a primer sorbo. Tenía como 11 o 12. Estaba en una feria de pueblito en una montaña a la que me llevó el tío borrachín de la familia. Había mucha gente, parlantes inmensos, todos bailaban, brindaban, juegos pirotécnicos. “Pruebe que usted ya está grande”. Glu glu. Cada sorbo fue un descubrimiento; una suerte de hipnosis que se apoderó de mí y me posee en alegrías, tristezas, conversaciones, reuniones, días calurosos, noches frías, cansancios, amistades, desamores, encuentros rockeros… cualquier momento en esta vida es una excusa para una cerveza.

Han pasado más de dos décadas desde entonces y mi amor incondicional por la cerveza no ha parado de crecer con el paso de los días. Y de los kilómetros, porque cada viaje ha sido una oportunidad para renovar votos con esas rubias, morenas y coloradas que esperan detrás de un cristal para deslizarse por mi garganta.

Y a Lina no le dan celos. No importaron las mañanas de resaca, las noches de lengua suelta, las veces que tuvo que sostener mi cabello mientras devolvía atenciones, ni los aumentos de talla en el pantalón: Lina es mi cómplice cervecera.

San Andrés Islas, Colombia

Cusco, Perú

Guatemala con amigos en un partido de la selección Colombia

En el viaje la cervecita no puede faltar

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Bogotá, Colombia. 2:30 p.m. Noviembre agota sus hojas en el calendario 2017. Está soleado pero bastante frío. Lina lanza la pregunta con única respuesta posible:

  • Andre, ¿vamos por una cervecita?

Sin yo saberlo, desde antes de nuestra llegada a la capital Lina había reservado a través de Zomoz Colombia un tour en el que me llevaría por las calles del centro de Bogotá probando cervezas y aprendiendo de la historia de la ciudad a través sus bebidas ancestrales. Salimos a caminar pero algo pintaba sospechoso en la búsqueda de la cervecita en medio de semejante frío: en lugar de enfilar los pasos hacia las tiendas cercanas del barrio La Candelaria, nos detuvimos en la esquina del café Juan Valdez frente al Parque de los Periodistas. Una bandada de palomas vuela al llamado de un indigente que destapa una bolsa de maíz. Un grupo de europeos en bicicleta se detiene a escuchar la historia de una estatua. Los pasajeros del Transmilenio se empujan en la estación Las Aguas. Y nosotros estamos quietos afuera de un café dedo parado. Todo se supo cuando se presentó Emilio, el chico que nos guiaría hacia el pasado embriagante de nuestros ancestros y nos daría una probada de la espumosa cultura cervecera de una de las ciudades más grandes de América Latina.

¿Y La Jebi? Quieta, segura, guardada. Queremos llegar a viejos viajando, no somos idiotas.

Ahora sí, a jartar pola como bogotano

Un amante de la cerveza suele posar su interés hasta en los más mínimos detalles de su bebida favorita. A mí me llama poderosamente la atención las palabras que el castellano ha designado para nombrar la cerveza. Hay unas que, de solo escucharlas, me hacen sentir burbujas en la boca, resequedad en la garganta. Birra es una de ellas. Otras, por el contrario, no me suenan; no definen mi amor por la rubia burbujeante. Llegan al oído como si un grupo de matones de colegio le estuvieran poniendo apodos a mi hijo menor –aunque, siendo sincero, ni tengo hijo ni se me quitan las ganas de cerveza-. Una de ellas es Chevecha, o Cheve, como le dicen en México. Otra es birria, muy salvadoreña. Pero la que nunca pude entender y siempre me negué a utilizar es la bogotanísima ‘Pola’. Hasta hoy.

Si Lina fuera rola –rolos les dicen a los nacidos en Bogotá- su invitación hubiese sido:

  • Andre, ¿vamos a echarnos una polita?

En la Carrera 13 con Calle 18 se erigió uno de los pocos monumentos que reivindican la valentía de una mujer en la historia revolucionaria de Colombia. La estatua inmortalizó a una chica joven, sentada en un pequeño taburete con sus manos atadas en la espalda. En el pedestal se lee la inscripción “Policarpa Salavarrieta Ríos / LA POLA / Nació en Guaduas el 27 de enero de 1795 / Fusilada en Bogotá el 14 de noviembre de 1817”. Esta joven heroína fue una costurera que fungió como espía en el proceso independentista de Colombia durante el período de la reconquista española. Pocos en el país la recuerdan por sus hazañas pero la cultura popular colombiana no ha dejado callar el eco de su nombre: fue la cara del anterior billete de $10 mil, se hizo una novela con su historia y desde hace más de un siglo millones de personas  llaman a la cerveza con su sobrenombre: POLA. Definitivamente no es un mal final.

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Pues resulta que en 1910, año en el que fue levantado este monumento  conmemorando el centenario de la independencia, la cervecera Bavaria lanzó una cerveza a la que bautizó La Pola dizque en honor a Policarpa. La bebida traía un doble mensaje subliminal en el que cabalgó su estrategia de mercadeo. Se publicitaba como una cerveza heroica y de características puras, como la mujer que le dio su nombre, que iba a salvar al pueblo de las impurezas de la chicha, bebida ancestral de los indígenas Muiscas y Chibchas que habitaron estas tierras desde antes que los españoles asomaran su hocico colonizador. El afán de vender la bebida recién llegada a Colombia con prácticas de fabricación alemanas, hacía sonar mensajes como “no tome chicha, sálvese de la cárcel”, “la chicha embrutece, tome cerveza”, “chicha: bebida de asesinos”. La Pola llegó como salvadora de una raza de irracionales que se emborrachaban con maíz masticado y fermentado hecho con manos sucias y que evocaba en su sabor el espíritu de la madre tierra.

  • “Chicos, ¿ustedes saben por qué le dicen Pola a la cerveza aquí en Bogotá?

El grupo de cinco estudiantes, cerveza en mano, se mira entre ellos. Ninguno sabe. Frente a ellos un muchacho fuma en una banca. Repito la pregunta. Nada. Detrás del monumento de La Pola un vigilante y su rottweiler custodian un edificio: “pues le dicen pola porque uno viene a tomar pola aquí en el parque de la Pola”, explica. Y le queda para rematar: “Cuando uno se echa una polita es para la sed, pero cuando se sienta a jartar pola es porque se va de largo. Yo me siento y me jarto unas treinta”. Lo entiendo, recuerdo que algunas veces la sed me alcanzó para igualar su marca.

Foto tomada de www.bavaria.co

La chicha, la cerveza andina que venció al olvido

Las calles de localidad de La Candelaria son un pastiche de épocas pasadas embutidas en un laberinto de callecitas angostas. La colonia sigue intacta en las casas viejas con tres puertas: la grande del centro era para las bestias, la alta de la izquierda para los patrones y la pequeñita de bien a la derecha para la servidumbre. La modernidad levanta un colegio de hormigón que desentona entre las fachadas de colores y un estallido de aerosoles de colores grafitea las paredes de los pasajes empedrados que han visto pasar siglos de personas haciendo siglos de actividades.

El Callejón del Embudo es paso obligado para los estudiantes de las 18 universidades que existen en la Candelaria. Pequeñas puertas sostienen carteles que ofrecen chichas de colores, súper chichas, chichas frías. Bares diminutos escupen mezclas sonoras que van de Judas Priest a Sergio Vargas. La chicha es barata, se sirve en totumas y unas cuantas son garantía de un regreso a casa en zigzag. 

Veinte pasos a la vuelta del Chorro de Quevedo, donde muchos dicen que se fundó Bogotá y otros tantos dicen que no, llegamos con Emilio a La Chichería, un bar que fabrica y embotella su propia chicha y la vende a ritmo de reguetón. El guía nos dice que el primer sorbo debe ser largo pero no se debe tragar. Se aloja debajo de la lengua, se pasea por toda la boca y luego se traga sin más. Luego se hace estallar el paladar con la lengua para reconocer los sabores. Lina deforma la cara, arruga la frente, aprieta los ojos. Yo tomo el vaso en dos sorbos, al fondo queda el último concho de maíz molido. No creo poder con más de dos. Los europeos sentados en las únicas dos mesas ocupadas no pierden detalle de la cata, sin saber que sus ancestros condenaron los códigos de higiene de esta bebida, la prohibieron y dejaron una herencia de persecución que sólo acabó cuando ríos de chicha legales fuero bebidos por bogotanos de la alta sociedad. Hoy es parte del  patrimonio cultural y gastronómico de nuestro pueblo y convive en la gran urbe con cocteles modernos y bebidas importadas.

Basta con recordar que a mediados del siglo pasado en Bogotá se consumían 50 millones de litros anuales del entonces llamado veneno maldito para empezar a reflexionar con su importancia histórica.

La caminata sigue, la noche cae: caras coloradas, orejas calientes. Frente al lugar donde asesinaron al caudillo del pueblo, Jorge Eliécer Gaitán, el guía se detiene y hace una reflexión: el alcohol tiene su cuota de responsabilidad en la historia y el presente de Colombia. Así como los indígenas enchichados tuvieron la valentía para alzarse contra el yugo español, el 9 de abril de 1948, día que mataron a ese único hombre que podría darle un giro a la historia de pesares colombianos, los bogotanos incendiaron las calles después del homicidio, saquearon las licoreras para emborracharse y las ferreterías para hacerse de armas y matarse entre ellos en nombre de sus partidos políticos.

  • “Si en lugar de embrutecerse con trago se hubiesen organizado, los bogotanos habrían podido acabar en pocos días con la oligarquía que los tenía –y aun los tiene- dominados. Pero dejaron pasar una oportunidad de oro; por borrachos”, sugiere Emilio.

El último sorbo del tour es en la cervecería pequeña más grande de Colombia, la ya famosa Bogotá Beer Company. Seguimos en La Candelaria, a unas tres cuadras de donde empezó el tour. Metidos en un Pub estilo británico, una fila de vasos rebosantes sobre nuestra mesa me seduce con su gama de colores, las burbujas que bailan al interior de los cristales y la historia de sus preparaciones artesanales bautizadas con palabras sacadas del diccionario de ‘bogotanismos’: La negra y amarga Chapinero Porter, la rubia dulzona Cajicá Honey Ale, la colorada Monserrate Roja, la pálida Bacatá Blanca, la Candelaria clásica como el barrio que hoy nos llevó por los pasos de su historia y la dorada Septimazo Ipa. Mi boca es una fiesta. Ahora todo yo soy un carnaval.

Dicen que el consumo de cerveza en Colombia es de unos 45 litros per cápita cada año, y que esta cervecería ha logrado hacerse al 1% de la producción nacional de la bebida de nuestros amores. Ese uno por ciento la hizo pasar de ser un pequeño emprendimiento que empezó con un capital de 20 mil dólares, a valer hoy en día unos 50 millones de dólares. Vender cerveza en Colombia.

Antes de regresar al hostel, y luego de despedirnos de Emilio, brindo con Lina por el placer de estar vivo a su lado, porque en ella encontré alguien que me conoce y me quiere tanto como para acolitarme un tour por los matices del alcohol, y por la posibilidad de seguir aprendiendo de los viajes sin soltar su mano.

Ahora, cerveza junto al teclado, brindo por vos, querido lector, que nos diste licencia para llevarte a través de las letras de este viaje espumoso por la capital del país que nos vio nacer.

¡SALUD!

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