Si yo supiera algo de quiromancia, el intento de leer las líneas de las manos de la gente, creo que encontraría en las callosas manos de Leonel Martínez la realidad del campo en Colombia. Él tiene 63 años, no terminó ni siquiera los estudios básicos y ha vivido en carne propia el conflicto desatado por la tierra en este país.

Con sus manos sucias y sus uñas larguísimas, ‘Leo’ es uno de los productores del llamado mejor café del mundo. Ese que brota de las montañas de la cordillera del Quindío y es procesado y empacado para que otros en el exterior paguen mucho y se deleiten con su sabor y aroma.

A Leonel lo conocimos cuando estábamos a punto de irnos de su tierra, resignados por no haber vivido de primera mano la experiencia de compartir con la gente que produce, respira y vive del café todos los días de su existencia.

A su finca, llamada La Alsacia y ubicada en el municipio de Buena Vista, nos llevó Juan David, un joven empresario oriundo de Bogotá que dejó su vida en la ciudad para dar a conocer la cultura cafetera desde la semilla hasta la taza, saltándose los anaqueles de los supermercados que ofrecen lo peor de nuestro producto nacional.

Junto a Juan David y Leonel recorrimos las montañas tapizadas de café y plátano con una pareja lituana. Ellos miraban con ojos desorbitados las incontables tonalidades de verde que pintan nuestras tierras y no encontraban otra palabra diferente a “WOW” para describir el aluvión de sensaciones que recibían sus sentidos.

Aprendimos mucho. Tanto como no nos esperábamos. Conocimos diferentes clases de café, nos mostraron cuales son los mejores granos, como se despulpan, se procesan, se secan y se dejan listos para mandarlos a tostar. Supimos, por ejemplo, que el café y el plátano son “el matrimonio perfecto” para un cultivo. El plátano tiene raíces poco profundas que no afectan las del café y su altura le da sombra a nuestro fruto nacional.

Nos enteramos, también, cómo funciona el negocio en Colombia. La Federación Nacional de Cafeteros les compra la producción a campesinos como Leonel. Separan el grano Premium del de mediana calidad y del de baja calidad. El primero es el mundialmente conocido café colombiano tipo exportación, mientras que el último, que en palabras del propio campesino es “la basura del café”, va a parar a las mesas de las familias al interior del país.

Pero personas como Juan David, Leonel y muchas otras más en la región, están generando nuevos modelos de producción para entregarle ellos mismos, sin intermediarios, café orgánico sin químicos a los consumidores, que podrán adquirirlo en las ciudades una vez se afinen las cadenas de distribución.

El recorrido, que incluyó frutas frescas recién bajadas de los árboles, café de la propia finca e intercambios culturales entre los campesinos, los lugareños y nosotros los visitantes, terminó con una comida montañera de las que comen en las fincas los trabajadores después de cada jornada: fríjoles, arroz, sopa de maíz, maduros fritos, ensalada jugo de fruta y, claro, café caliente para bajar la llenura.

Sin querer queriendo, vivimos con ellos toda una experiencia cafetera tal como la habíamos imaginado: auténtica y sin los disfraces ni las pantomimas que ofrecen a los turistas que abren sus billeteras sin dudarlo.

Aunque somos colombianos y crecimos escuchando que en los campos de nuestra tierra llueve café, sólo hasta esa tarde de noviembre pudimos comprobarlo con nuestros sentidos.