La lluvia torrencial casi inunda nuestras esperanzas de conocer una de las maravillas naturales más visitadas y mencionadas por todos los que recorren Colombia: el Valle del Cocora.

El clima en Salento, la población más cercana, auguraba tormentas por su neblina espesa y oscuridad a tempranas horas de la tarde, pero decidimos probar suerte. Pusimos en marcha el motor de La Jebi y fuimos en búsqueda del paisaje que tantas veces habíamos visto en fotos y en los blogs de otros viajeros amigos.

No habían sonado ni cuatro canciones completas en el radio cuando empezaban a aparecer ante nuestros ojos las primeras palmas de cera, unos gigantes de 70 metros de altura que se ganaron con todos los honores el nombre del árbol nacional de Colombia.

A nuestro paso también se manifestaban los rastros de este eje turístico: caballos amarrados ofrecidos en alquiler, ventas de artesanías y  productos hechos a base de café, carpas plásticas para la lluvia, truchas, hospedajes, guías… todos fueron quedando atrás. Buscamos nuestro propio camino, preguntamos a los lugareños y nos internamos en este bosque andino plagado de estos colosos con tallo de cera blanca.

Entramos por la finca La Montaña, uno de los recorridos más utilizados por los viajeros para hacer treking de todos los niveles. Cobran $3.000 (1,5 dólares) por persona, pero nos dejaron entrar por $4.000 a los dos.

La lluvia era fuerte y seguir las caminatas de más de cinco horas que siempre nos recomendaron era prácticamente imposible, por lo que nos internamos muy poco dentro del bosque, hasta que la neblina nos puso una venda en los ojos y no nos permitió seguir más.

Pese a lo difícil del clima, nos sorprendió ver la cantidad de gente de todo el planeta que recorría el terreno del Valle del Cocora. Rostros evidentemente asiáticos y conversaciones en francés, inglés, alemán y castellano en todos sus acentos, nos hace pensar que el mito de la Colombia peligrosa e invivible se desvanece cada vez más. Nuestro país es el país de todos, y si lo quieren y lo cuidan como nosotros, todos son bienvenidos.

Poco más de dos horas estuvimos en el Valle. Disfrutamos del paisaje nublado, el ganado repartido por todos lados, el sonido del río Quindío, el canto de tantas aves coloridas que sobrevuelan el lugar, el frío y la lluvia. Vivir viajando hace que aprendamos a sacarle lo mejor a cada situación y a convertirla en una experiencia amena.

Pero la vida de viajeros eternos nos hace también pensar que en cada lugar dejamos una puerta abierta. Las ganas de regresar al Cocora y adentrarnos un poco más en su flora y su fauna viajarán también con nosotros.