En el Putumayo el tiempo se mide en tabacos. Si uno está en Mocoa y pregunta ¿a cuánto estamos de Villa Garzón?, le pueden responder que “eso en taxi queda a dos tabaquitos”; pero si el cielo se ha desfondado en cataratas de lluvia como suele suceder allí, en las puertas de la Selva Amazónica, el trayecto se puede extender hasta tres o cuatro tabacos. A falta de relojes, nos contaron, los ancestros indígenas que habitaban esa tierra calculaban cuánto tardaban sus trayectos entre dos puntos fumando un tabaco tras otro. Así los minutos y las horas eran -y siguen siendo- reemplazados por cuántos cigarros alcanzaban a quemar y aspirar en sus caminos.

La noche que llegamos a Mocoa comprobamos que además heredaron el uso del tabaco en diferentes presentaciones: sirve también para hacer medicinas y para conectarse con la naturaleza. Esa noche en la Posada turística Dantayaco, nuestra hogar durante esta travesía, la luna llena le daba un tono casi fluorescente al espesor del verde selvático. A pocos metros se escuchaba furioso el río Mocoa mientras grillos, chicharras y aves interpretaban una sinfonía de cantos bajo la batuta de la madre selva.

Rodeando el fuego con un grupo de viajeros colombianos, españoles e italianos, escuchábamos atentos la voz de Laureano Ortega, quien desde ese momento y durante los siguientes días nos guiaría a través de las maravillas naturales de la región y nos acompañaría en un viaje espiritual como ningún otro que hubiésemos vivido hasta entonces.

Con los ojos cerrados escuchábamos la voz de Laureano mezclarse con la banda sonora del entorno. Luego el tabaco hizo su aparición. A algunos se lo soplaban molido en un polvillo fino por la nariz. A los demás, como a Lina y a mí, nos untaron una jalea espesa en las encías que en pocos segundos causó un efecto de abstracción y concentración con la magia del ritual. Fuego, agua, tierra, aire y vida silvestre conjugaban sus sonidos para darnos la bienvenida a esta travesía por el Putumayo, la llamada ‘Puerta de entrada a la Selva Amazónica’. Cuando los últimos maderos dejaron de arder nos fuimos a descansar. La cita al día siguiente era con la mítica cascada  del Fin del Mundo y el llamado vendría con los primeros rayos del sol.

****

Dicen los abuelos del Putumayo que a las montañas hay que pedirles permiso para entrar. Son sagradas, tienen vida propia y, aseguran, si se les falta al respeto pueden ser peligrosas o esquivas a la hora de conocer sus entrañas. Tras atravesar un puente colgante suspendido sobre el caudal del poderoso río Mocoa, nos detuvimos en silencio frente a un hilo de agua que alimenta un pequeño pozo para brindarle nuestra reverencia y pedirle permiso en silencio a aquella montaña. Hacía pocos metros habíamos iniciado la caminata hacia las cascadas y llevar a cabo este ritual ancestral nos hizo internarnos en la selva aún sin haber entrado.

El camino hacia el Fin del Mundo inició plano y tranquilo, el sol filtraba sus rayos por las ramas de la selva y en medio de tanto verde se podía divisar un cielo azul claro. Ya lejos de la carretera el aire empezaba a sentirse puro y, con las cámaras guardadas, los caminantes atendimos la sugerencia de nuestro guía de dedicarnos a sentir en lugar de registrar. Cada tanto nos deteníamos, tomábamos aire y Laureano señalaba con su bastón aquí y allá indicando nombres de aves y plantas, apuntando hacia senderos y evocando la historia de este paraíso escondido que hasta hace poco tiempo fue territorio de la guerrilla, pero que ha tenido un renacer gracias al ecoturismo de aventuras.

El místico sendero no tardó mucho en revelar sus misterios. Lo que empezó siendo un camino de tierra y fango anaranjado, depronto se tornó en un paso de gigantescas piedras puestas cuidadosamente una  junto a la otra. Tal cosa no es obra de la naturaleza y nadie sabe a ciencia cierta cómo llegaron allí. Se cree que fueron herederos de los Incas que trataron de conquistar esas tierras ubicadas tan al norte de su imperio, nos contaba Lauerano. El recuerdo de estructuras en ciudades como Machu Picchu y Ollantaytambo nos hacía pensar que tenía algo de razón.

TAL VEZ TE INTERESE LEER

Laureano es un tipo joven, nacido en esas tierras hace no  más de 35 años, pero que revela la sabiduría de un viejo. Conoce esos laberintos de ramas y bejucos como la palma de su mano, da pasos de gigante sobre las piedras de los ríos y, según sea el caso, convierte su bastón tallado con figuras indígenas en un tercer brazo o una tercera pierna. A ratos sacaba frasquitos con esencias aromáticas preparadas por él mismo para relajarnos en medio de la caminata, o alfajores a base de panela y cereales hechos con sus propias manos que renovaban las energías en medio del largo camino. Porque la caminata para llegar al Fin del Mundo es larga, difícil y empinada. ¿Cuántos tabaquitos se habrán fumado los ancestros para calcular el tiempo de llegada a las cascadas? ¿Será posible llegar hasta allá midiendo las horas con ese reloj de humo y que los pulmones respondan a la exigencia de la travesía?

Antes de seguir hacia el mentadísimo Fin del Mundo nos desviamos para disfrutar de un abrebocas oculto entre la manigua que aliviaría el calor sofocante de aquella selva tropical húmeda. Ante nosotros hizo su aparición el Ojo de Dios, una potente cascada que deja caer su caudal a través de un agujero en la montaña para reposar en una pileta natural tan calmada como helada. Mientras nadábamos y tomábamos fotos un grupo de aventureros descendían por el torrente atados a cuerdas. Un coctel de adrenalina y naturaleza se servía frío ante nuestros ojos.

Luego subir y bajar. Caer y levantarse. Undirse y salir del lodo. Entrar y salir del río Dantayaco con el agua a la cintura. Y después llegar al Fin del Mundo, o casi, porque antes del plato fuerte una piscina natural conocida como el Pozo Negro, con ocho metros y medio de profundidad, hizo las veces de aperitivo. Zambullirse en ese cuerpo de agua desde una cascada de 10 metros de altura es darse una oportunidad de sentirse vivo, es refrescar el espíritu, hidratar el alma.

La caminata sigue “pero ya casi llegamos”, decía Laureano peinando con los dedos su larga chivera. Faltaba una parada más, la de la ‘Cascada del almorzadero’, una especie de tienda-restaurante improvisada bajo una enorme roca por una familia local; una estación obligada para paliar el hambre y la sed que la caminata deja hasta ese punto en los cuerpos de los visitantes.   

Unos metros más y la montaña encuentra su intempestivo final, como si una guillotina gigante hubiese caído desde el cielo para crear de un tajo un balcón hacia el infinito. Allí estaba ella, majestuosa, fuiriosa, enorme. “Bienvenidos, llegamos al fin del mundo”, sentenció el guía mientras ante nuestros ojos el agua se descolgaba al vacío como un interminable velo de novia extendido entre el verde de los árboles y el gris brillante de las rocas húmedas. No hay más camino ni opción diferente al vértigo de recostarse sobre las piedras para contemplar el vacío y ver esa infinidad de gotas darse la mano para saltar juntas por ese abismo de 75 metros.

La imponente naturaleza del Putumayo nos recordaba lo pequeños que somos, y el respeto que nos hizo sentir hacia su poder fue una recompensa que hizo que cada paso para llegar hasta allí valiera la pena.

****

Este viaje no sólo nos permitió encontrarnos con la naturaleza y con nosotros mismos, si no que también nos hizo reencontrarnos con buenos amigos que han sido cómplices de esta etapa de nuestras vidas como dos almas nómadas libres.

Uno de los motivos para que llegáramos conduciendo La Jebi hasta esas tierras fue la invitación especial que nos extendió el colectivo Mochileros Co al 3er encuentro nacional de Mochileros y Viajeros de  Colombia. El anuncio del evento que ha reunido a miles de personas en diferentes latitudes del país hizo tanto eco en las redes sociales que muchos se colgaron sus mochilas y apuntaron su brújula desde diversos lugares hacia el Fin del Mundo. El sitio se convirtió en el epicentro de los viajes durante ese fin de semana.

En compañía de otros blogueros de viaje tuvimos la oportunidad de compartir experiencias, consejos, anécdotas e inyectar a los asistentes del Encuentro una gota de ese espíritu viajero que nos hizo dejarlo todo para recorrer los caminos del mundo. Al calor de una inmensa fogata y con una luna llena redondita como testigo, un nutrido grupo de espíritus nómadas respondíamos las inquietudes de los mochileros que acamparon en el mar de carpas montado a pocos metros de la fuente de agua en la que el día anterior nos detuvimos a pedir permiso.

Repartida la baraja de blogueros siempre había una carta ganadora para escoger. En compañía de Jessica y Germán de Cinemandante  hablamos de viajar en pareja, Lina de Patoneando  contó sus aventuras viajando a dedo por Europa, la familia argentina de Creciendo en el Camino compartió sus experiencias tras un año viajando con su bebé, Camilo y Natalia presentaron su naciente proyecto Rolombian Travel, nuestra amiga española Yamila contó algo de sus viajes con su perrita Linda Guacharaca -que está apunto de lanzar un libro- y Ferney  Torres, la primera persona que nos hospedó en su casa desde que salimos a viajar, les contó a todas esas almas ávidas de historias cómo renunció a su trabajo para dedicarse a viajar en bicicleta por Colombia arranstrando un carrito en el que lleva a su perro Jager.

El afecto que sentimos por Ferney y Jager los alberga en un lugar predilecto de nuestra historia como viajeros, y encontrarlos en la lejanía del Fin del Mundo le roció un condimento especial a este viaje. Ferney es un chico tímido pero amistoso en exceso. Servicial, atento, colaborador,  educado y curioso como él sólo. Rescató a su perro Jager de una carretera cuando trabajaba haciendo mantenimiento a redes eléctricas en las vías y desde su perfil de Facebook fue la primera vez que leímos la frase “los invito a mi casa” escrita por un total desconocido, cuando aún gateábamos en esto de los viajes y pasábamos por Medellín por vez primera.

Era septiembre de 2014 cuando nos llevó a conocer la ciudad, nos invitó a jugar paintball y a una fiesta con sus amigos hasta el amanecer. Fuimos juntos a escalar y conocimos un poco sobre su vida y su lucha interna entre las ganas de viajar y el desconocimiento de cómo hacerlo sin dejar a Jager. Porque sin Jager ni a la esquina.

Casi un año después recibimos un correo en el que nos contaba que había renunciado a su trabajo y que se iba de viaje con su amigo peludo, y adjuntaba pruebas fotográficas de su recién comprado coche de bebé adaptado a la bicicleta para llevarlo. Remataba el mensaje con un “todo esto es gracias a ustedes que me inspiraron”

Pasaron más de dos años, muchas aventuras y miles de kilómetros para que nuestros caminos se juntaran de nuevo. El mismo carro, el mismo perro y tres personas viviendo la mejor versión de sí mismas gracias a la desición de ser libres. Ferney cuenta sus aventuras y postea fotos preciosas con su perro  en Viajando en Bici con Jager, la Fanpage en la que comparte con sus seguidores cada pedalazo por Colombia.

Con Ferney, Jager y los chicos de Cinemandante hicimos nuestra propia expedición hacia la cascada Hornoyaco, otro cuerpo de agua alimentado por una catarata enorme cuyas gotas danzaban en el aire y, atravesadas por los rayos del sol,  formaban varios arcoiris que revoloteaban sobre nuestras cabezas como coloridos papagayos.

Cuando el camino se hacía difícil Ferney se agachaba y Jager se subía al hombro de su amo para que lo subiera o lo bajara según fuese necesario. Del perro loco que nos despertaba en Medellín saltando sobre  nuestro colchón no quedaban ni las pulgas.

****

Por lo alto, así vivimos el epílogo de esta aventura selvática cuando fuimos invitados por la reserva natural Paway a pasar la noche en una cabaña construida sobre una colosal seiva de 27 metros de altura, a la que, por supuesto, quisimos llevar a Ferney y a Jager. Esa vez el viaje nos permitió vivir una experiencia como pocas en el mundo, al tiempo que devolvíamos a nuestro amigo un poquito de las tantas atenciones que nos mostraron que la hospitalidad de la gente era el factor que se encargaría de labrar nuestro camino por el mundo.

Paralelo al tronco del gigante de madera levantaron una escalera en caracol que unía la casa con un puente. Hasta allá subimos en pleno atardecer para alcanzar a divisar los últimos rayos del sol ocultarse despacio bajo el manto verde de la selva mientras grillos, aves y chicharras le daban la bienvenida a la oscuridad. Jugamos parqués en una tablet y nos dormimos arrullados por el caudal del río Pepino, agitado  por las lluvias a cántaros de los últimos días.

Cuando el nuevo día nos despertó nos paramos de la cama ubicada junto al tronco de la seiva -Ferney desde la hamaca que colgaba de una rama- para ir a conocer el mariposario y la reserva de flora y fauna Paway, una iniciativa privada para activar el turismo local, generar ingresos para la comunidad y rescatar especies matratadas o víctimas de traficantes.

La nostálgica rutina viajera del abrazo de despedida y el hasta pronto llegó inevitablemente. Nos íbamos del Putumayo y Ferney y Jager emprenderían al día siguiente la cuarta etapa de su largo camino serpenteando la topografía de Colombia a fuerza de amor y pedal.

A nosotros un nuevo destino nos esperaba renovados. Ese encuentro con la selva lavó nuestras almas con el agua de sus ríos cristalinos, con la buena amistad que siempre estuvo a la orden del día, la hospitalidad de los nuevos conocidos y la sobredosis de naturaleza necesaria para volver a nuestras raíces.

La promesa fue hecha una vez más: “hasta luego, seguro volveremos”. Y no importa en qué lugar del mundo estemos, siempre vamos a estar esperando que así sea.

*Este viaje fue posible gracias a la gentil invitación de Mochileros Co, La Posada turística Dantayaco y Ecoturismo Putumayo, los operadores turísticos número uno del sector.