Son pocos los recuerdos que guardamos de la primera vez que fuimos a Santa Marta. Han pasado más de 10 años; unos 12, tal vez. Íbamos en una excursión con un grupo de alumnos de mi mamá, que terminaba su último grado de colegio. Aún estábamos en la universidad: muchachos fiesteros recorriendo las carreteras de Colombia en un bus con su familia y un puñado de colegiales.

El baúl de los recuerdos de aquel paso por Santa Marta se llenó con poco: un día en Playa Blanca, una visita al acuario -a la que no entramos porque no estamos de acuerdo con que exploten a los delfines -ni a ningún otro animal- como payasos de circo-, una noche en El Rodadero que se puso buena cuando se acabó un parrandón vallenato en la playa, y un city tour muy veloz con un guía que hablaba de la fijación zoofílica de algunos hombres de su región por las burras, entre quienes se incluyó. Y listo. Seguimos nuestro camino pensando que eso era Santa Marta.

Y pasó mucho tiempo entre esa primera vez y nuestro reencuentro con esta belleza caribeña. Más de una década después volvimos ataviados con el traje de viajeros: ojos abiertos, oídos curiosos y tiempo de sobra. Empezamos a descubrir una ciudad encantadora: una negra seductora que atrapa con su ritmo, que alegra con los colores de sus frutas y sus paredes y que embelesa con su acento costeño; que absorbe con sus calles siempre ocupadas de los que van de aquí para allá y los que en una mecedora tratan de robarle un respiro a la brisa bajo los 38 grados centígrados habituales.

Su eslogan no engaña: esta ciudad es dueña “La magia de tenerlo todo”. Y la maga va sacando sorpresas de su sombrero a cada paso del visitante, que encuentra mucho más que sol y playas en una baraja llena de lugares, actividades, cultura viva y la historia de la ciudad más antigua de Colombia, una de las más viejas de todo el continente.

Cuando la mañana hierve bajo el sol canicular, las calles del centro histórico de Santa Marta se transforman en un mazacote de almas que compran y venden cosas, gentes que caminan afanadas, entran y salen con prisa. Transpiran a chorros. Aquella sinfonía de vida samaria es interpretada por personajes como Eliécer, sombrero naranja, gafas oscuras y un carrito con ocho termos llenos de café caliente que vende desde hace 22 años a 300 pesos el vaso. Dos cuadras atrás el termómetro digital decía que los 38 grados de temperatura hacen un tándem infernal con los 40 grados de humedad, y mi garganta no puede imaginar la sensación de un tinto hirviendo. Pero en la esquina una tienda de barrio, en la que suena vallenato del viejo, nos dice que en Santa Marta cualquier hora es la hora de una cerveza helada.

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A las 6:30 p.m. el centro de la ciudad es una poesía pintada con luces y sombras que pelean su espacio sobre paredes coloridas. Es el momento en el que el cielo se transforma en un azul único que despide la luz del día para darle espacio a la negra noche. Ya no se venden aguacates, ni bananos, ni discos, ni dulces, ni milagrosas pomadas de coca y marihuana, ni kibbes, ni arepas de huevo. Cuando la ebullición citadina se enfría el romanticismo se apodera de Santa Marta, la bella. La brisa del malecón recorre las construcciones bellísimas que dejaron los españoles tras su barbarie colonizadora y llega hasta el parque de los novios, donde antes funcionaba el mercado principal de la ciudad y hoy es un lugar para enamorarse: de ella, de él, de Santa Marta, de la vida.

En Santa Marta hay una estatua gigante en honor al Pibe Valderrama a las afueras del estadio Eduardo Santos y un museo en honor a Simón Bolívar llamado la Quinta de San Pedro Alejandrino. Porque dentro de todos los datos históricos que aporta este pueblo histórico, se destaca el hecho de que aquí el libertador se despidió de su paso glorioso por esta vida. Y el museo conserva la habitación del Libertador, da cuenta de sus gestas en los campos de batalla, de su legado independentista y exhibe objetos que le pertenecieron, como sus uniformes, sus libros y su espada.

Santa Marta es gente amable, mujeres lindas y delicias culinarias. La bonanza bananera de principios del siglo pasado heredó delicias como el Cayeye, un puré de banano verde (los samarios le dicen guineo) con un poco de mantequilla y queso; prueba de que si Santa Marta es más que sol y playa su cocina es mucho más que pescado frito.

Un atardecer en la Marina hace que el viaje a Santa Marta valga la pena. Ver al sol teñir de dorado los edificios de la bahía mientras se esconde en el horizonte redondo como una naranja y dibuja en siluetas a contraluz el morro y gigantes buques de carga, es un canto de belleza que se extiende mar adentro.

Pero si de atardeceres hay que hablar es mejor serpentear tres kilómetros de la sierra hasta llegar a la bahía de Taganga, donde cada tarde la luz del día dice adiós en medio de un espectáculo inolvidable. La brisa que sopla furiosa, buzos que llegan de escrutar las profundidades, pescadores que regresan de sus faenas y habitantes que se amontonan a regatear la comida del día siguiente mientras pelícanos y gatos flacos esperan las sobras; todo con el fondo de un sol que da la sensación de poderse tocar con las manos y se pierde en el horizonte enmarcado entre montañas.

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¿Y El Rodadero? Tiene lo suyo, claro: Playa, brisa, mar y fiesta, el aporte de Santa Marta para quienes buscan más de lo mismo mientras les susurra al oído que hay que salir del hotel y conocer las bondades de ese destino diverso, caleidoscópico.

Mucha magia: eso es Santa Marta, la encantadora. Vecina del Parque Tayrona, la Ciudad Perdida y la Sierra Nevada más alta del mundo con salida al mar. Cálida como esa gente que la habita y conforma un crisol de herencia negra e indígena. Dueña de unas tradiciones que se niegan a desaparecer y que palpitan bajo la sombra de árboles de mango lanzados a discreción por toda la ciudad.

No hay descripción que le haga justicia a su belleza. Es indispensable vivirla para atestiguar su show de magia interminable.