Una vez un amigo quiteño me contó un chiste buenísimo. Iban en una avioneta un gringo, un ecuatoriano y un colombiano. De repente, el piloto del avión anunció una falla por sobrepeso y pidió alivianar la carga para evitar una tragedia. Inmediatamente el gringo abrió la puerta y lanzó al vacío una maleta llena de dólares. -Nooo, pero cómo vas a botar los dórales, dijeron el ecuatoriano y el colombiano. -Tranquilos, que mi país está lleno de dólares, respondió para tranquilizarlos. Luego el colombiano agarró su maleta y empezó a lanzar sacos repletos de cocaína al vacío. Nooo, pero cómo vas a botar los sacos de cocaína, protestaron el gringo y el ecuatoriano. -Tranquilos, que mi país está lleno de cocaína, les dijo. Luego el ecuatoriano arrojó al colombiano (risas pregrabadas).

He cambiado el personaje ecuatoriano por otra nacionalidad dependiendo del país en el que esté contando el chiste. Siempre funciona como opción para reírse de uno mismo.

Aunque muy crudo, el cuento refleja una realidad innegable: se cree en el mundo que un colombiano llega a otro país a traficar o a quedarse, y no precisamente rezando.

Ese imaginario tristemente globalizado ha hecho que tener un pasaporte colombiano sea viajar con una dificultad en el bolsillo. Una que pocas nacionalidades en el mundo padecen y que, aunque no siempre represente grandes inconvenientes, no es poca cosa y no puede pasar inadvertida: viajar siendo colombiano es estar bajo sospecha, entre otras cosas, de ser narco o de ser puta, o de ser el narco que viaja con la puta.

Es trastear una mala fama de infinita profundidad. Es andar preparado para ser escudriñado en aeropuertos y fronteras. Es ser olfateado por perros policías y por policías que quieren encontrar algo con hambre canina. Es ser separado en un cuartito y ser interrogado mientras sonoros sellos se estampan en los pasaportes de otros ciudadanos. Ser colombiano en el mundo es un intento constante de convencer a otros que no somos portadores de una nación ni culpables de su historia. Es defender como individuos nuestro derecho humano de ser ciudadanos del mundo.

Estamos completamente en desacuerdo con las nacionalidades: estereotipan, juzgan y segregan. Ningún país es una fábrica de humanos en masa, una máquina de hacer seres con las mismas características y defectos. El hecho de que estén regidos bajo un mismo gobierno y organizados bajo las mismas leyes, no significa que sean todos iguales por estar arropados bajo una bandera que no escogieron. Conocemos argentinos a los que no les gusta el fútbol y, además, son vegetarianos. Habrá españoles que aborrezcan las corridas de toros y caleños, como quien escribe, que no saben bailar salsa.

Hay colombianos, los conocemos por montones, que con trabajo y buenas acciones se encargan de hacer eso que tantos llaman ‘dejar el nombre del país en alto’. Inteligentes, honestos, colaboradores, luchadores, emprendedores; siempre rodeados de amigos nativos del país en el que están. Queridos en cualquier caso.

Atestiguamos también como la migración colombiana ha creado redes de compatriotas que, en cualquier lugar, se encuentran y se cuentan todo a partir de los mismos presupuestos, las mismas dudas; comparten ignorancias y certezas parecidas. Ejercen ese derecho tan humano de escoger el lugar que más les parezca para hacer su vida. Añoran su tierra y salivan hablando de las comidas que hace tiempo no prueban. Ese derecho tan humano, escribo dos veces líneas atrás. Porque para extrañar la familia, los amigos y la casa, ese único lugar en el mundo que conocemos de memoria, el único requisito es ser humano.

Pero viajar siendo colombiano es enterarse, también, por qué sospechan de los colombianos. Una vez un amigo me contó una historia tremenda. Él, que vivía y estudiaba en Buenos Aires, me dijo que en la capital argentina se estaban cotizando en el mercado de las chapas y las llaves los cerrajeros que ofrecían en los clasificados la famosa cerradura anticolombianos. Otro, en Guatemala, nos decía que “ese restaurante colombiano es muy rico pero hay que ir, comer y salir rapidito para evitarse problemas, porque allí van muchos de los que sabemos”. Un cónsul colombiano nos contaba historias de las joyitas de la corona cafetera con las que debía tratar a diario y un empresario en Nicaragua nos decía que tiene amigos colombianos a los que quiere mucho, pero que han sido nuestros compatriotas los más que le han jugado torcido.

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Bajo el sol canicular de la frontera entre Honduras y El Salvador, un niño que se ofrecía como tramitador me preguntó si soy amigo de James Rodríguez cuando vio que llegaba conduciendo un carro colombiano. Salvo esa y otras excepciones lanzadas por la inocencia, responder a la pregunta sobre nuestro país de procedencia es aguantar una seguidilla que menciona a Pablo Escobar, que allá se produce de la buena, y que si es cierto que las niñas de 15 piden tetas de caucho de regalo de cumpleaños. Otros imitan un telenovelesco acento colombiano, casi siempre de mujer, que incluye la frase “yo a usted lo estoy queriendo mucho papi” y “las teticas yo no sé qué cosa”. Es que si hay un producto de exportación más nocivo para la imagen de Colombia que la cocaína, eso es una narconovela.

Más que de una nacionalidad, un viajero debe estar hecho de sensibilidad hacia la vida, hacia los otros, hacia la pobreza, las formas de opresión y la desgracia ajena. Salir de casa es cuestionar eso que dicen en todos los países cuando se autodenominan el mejor país del mundo. Es tener un paralelo para comparar, un espejo ajeno en el cual reflejarse. Es valorar lo que queda en casa y regresar desbordado de amor.

Nos complace comprobar que Colombia es un país con una creciente cultura viajera: cada vez somos más los que abandonamos los linderos locales sin intención de quedarnos en ningún lado. Salimos con la única intención de explorar aquello que desconocemos por fuera de las fronteras en las que en suerte nos tocó nacer.

Con mucha seguridad y sin tocar las pequeñas excepciones, cada compatriota viajero dejará a su paso una aproximación más sensata y verídica de los ingredientes con los que se prepara la esencia del colombiano: alegría, solidaridad, amistad y amor por su tierra.

¡VIVA COLOMBIA PARCEROS!

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