En memoria de Gandalf,
Limber
y Campana.
Las tres ausencias que viajarán con nosotros
hasta que todo se apague.

Uno va por la vida buscando favoritos y agregándolos a una lista que termina definiendo en nosotros eso que llaman identidad. El color favorito, la comida favorita, el género musical, la película. El deporte, el equipo. Que si frío o calor, que si playa o montaña, cerveza o vino. Mi animal favorito fue el perro desde que tengo uso de razón; ser amante de los perros ha sido uno de los sellos que desde niño me ha identificado. Y mientras fui creciendo y conociendo a más y más personas, los perros se convirtieron también en mi ser vivo favorito, varios escalones por encima de los humanos. Sin distingo de raza ni posición social, pelos brillantes o costales de pulgas, recién bañados o portadores de una vida de miseria y abandono. Grandes, chiquitos, juguetones, furiosos, peludos, calvos, finos, chandosos, cachorros o viejos. Los saludo por la calle, me devuelvo unos pasos y me agacho y les estiro la mano. Pongo la voz aguda, como de imbécil, y creo que a ellos les encanta. Si están sujetados por el extremo de una correa a un brazo humano, converso con sus amos para que me dejen acariciarlos. No importan las condiciones del encuentro, toparme con un perro alegra mi día. No hay deposito mayor de honestidad que la mirada de un perro.

Desde que Lina y yo vagabundeamos juntos por el planeta hemos encontrado perros de todos los pelajes en el camino: compartimos hogar con los que viven cómodos como reyes y van a la guardería y al spa en ciudades donde miles de niños no tienen qué comer. Caminamos con manadas que nos siguieron los pasos montaña arriba y retozamos en las playas con los que cavan profundo buscando arena fresca para echarse.  Tiendas, panaderías y restaurantes del mundo nos han visto comprar o pedir un bocado para alimentar a una de estas criaturas errantes. Hemos lanzado tantas piedras invisibles espantando esperanzas caninas de un nuevo hogar anhelado después de la primera caricia. Los vimos acompañando viajeros, otros fungiendo como payasos de espectáculos callejeros y a cientos como fieles guardianes inseparables de mendigos y pordioseros, dejando su vida en dentelladas para defender a sus amos del bolillo policial.

Desde antes de empezar este viaje por el Sudeste Asiático fue muy difícil lidiar con la idea de que los perros son tasajeados en mataderos y servidos en las mesas de esta región del mundo. Una vez aquí fue dramático empezar a recorrer las calles vietnamitas y encontrar restaurantes que los ofrecen en el menú, viajar a dedo por las carreteras del país y encontrarlos amontonados en jaulas diminutas esperando a que el conteo de sus horas termine con el cuchillo filoso de un carnicero entrando en sus gargantas.

En Camboya vimos a través de las ventanas de los buses como en los caminos rurales exponen sus cadáveres atravesados por un fierro que les permitía dar vueltas para asar toda su carne. No hay perros callejeros en las ciudades, y quienes tienen uno como mascota lo vigilan con precaución de guarda espaldas: al primer descuido puede ser robado por los traficantes de carne e ir a parar a un matadero clandestino. Vincent, un chico que nos hospedó en Vung Tau, una pequeña ciudad de la costa vietnamita, nos contó que la miseria que dejó tantas guerras hizo que la gente se comiera los perros, los gatos y fueran hasta caníbales cuando en situaciones extremas con tal de sobrevivir. Hay libros que dicen que comer carne de perro es una tradición milenaria. De cualquier forma, puede ser el destino de los perros asiáticos la metáfora de la vida miserable de quien debe comérselos por necesidad y, peor aún, por placer gustativo.

Desde que cruzamos a Tailandia provenientes de Camboya los perros desaparecieron de los asaderos y las cazuelas y volvieron a ocupar su lugar imbatible como mejor amigo del hombre e incansable mendigo hurgador de callejones. Planeábamos recorrer el país durante dos meses y seguir camino hacia el norte por la ruta de Laos y Myanmar. Nos perdimos en las calles y los templos de la gigantesca Bangkok, nadé con un tiburón ballena en Koh Tao (solo yo porque ya saben el miedo que le tiene Lina a las profundidades) y vendimos tours en español y les tomamos fotos a los turistas para sobrevivir en las islas Phi Phi. Viajamos a dedo desde Ao Nang hasta Bangkok y nos quedamos dos noches en la casa de un camionero que nos recogió en el camino y no hablaba nada de inglés. Recorrimos en una moto alquilada las ruinas budistas de Ayuthaya y Sukothai y luego quedamos atrapados por el coronavirus.

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En un par de meses pasamos de creer que una gripita china no se podría interponer en nuestro viaje a tomar uno de los últimos buses con destino a Chiang Mai, la segunda ciudad del país ubicada cerca del límite norte que divide a Tailandia de Myanmar. Ocultamos el lenguaje de las sonrisas tras los tapabocas; por suerte los ojos verdes de Lina hablan solos. El cierre de las fronteras en el mundo entero y la imposibilidad de regresar a casa o de movernos hacia otro país nos dejaban en condición de varados y nos movimos lo más pronto posible hacia la ciudad más barata del país. No sabíamos cuánto tiempo debíamos permanecer confinados y ahora el reto era aguantar con el poco dinero que teníamos.

Dos meses y medio estuvimos estrictamente encerrados en dos habitaciones de hotel, resguardándonos del virus que estaba aniquilando como moscas a la humanidad.  Salíamos cada día a recorrer las calles desiertas exclusivamente en busca de comida y agua y regresábamos a confinarnos. El panorama en Chiang Mai era de una soledad postapocalíptica: la ciudad a la que millones llegan cada año a visitar templos budistas y a comer la comida más rica de Tailandia lucía desierta, la vida ocurría sólo puertas para adentro. Negocios cerrados, calles vacías, ardillas saltando entre los cables de la luz, racimos de ratas escarbando la basura.

Sentimos miedo, imposible negarlo. Nos deprimimos y nos alegramos con intermitencias mientras nos aferrábamos a la idea de que este sitio tan barato habitado por gente tan buena era el mejor lugar para haber encallado. La parada obligatoria nos otorgó el tiempo que el cansancio del viaje nunca nos daba para ver películas, exprimir Netflix, leer a diario, y hacer nada de nada. Pero siempre preocupados, por no saber qué paso dar a continuación, por no contagiarnos del virus que nuestro seguro médico no cubría y, sobre todo, por ver cómo nuestros recursos para mantenernos se acababan cada día. Y así aguantamos un día a la vez vendiendo nuestro libro a través de las redes sociales: cada ejemplar que volaba a las manos de un alma soñadora nos garantizaba una noche más de hospedaje y dos comidas al día; no alcanzaba para más.

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El primer hotel al que llegamos y en el que estuvimos un mes y medio, fue cerrado por falta de clientes y luego la Embajada de Colombia en Tailandia nos reubicó en un hostal con otros cinco colombianos. La solución, aunque buena, fue momentánea. Los paños de agua tibia de la Embajada pronto se enfriaron. Programaron un vuelo de repatriación para los colombianos que se encontraban en Australia, India, Filipinas, Indonesia, Tailandia y Holanda con un precio impagable de 2860 dólares que no pudimos asumir. Luego anunciaron que debíamos desalojar el hostal, que no había más recursos para apoyar a los varados y que a partir de ese momento quedábamos a nuestra suerte.

Sálvese quien pueda.

Y nos salvaron los perros.

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¿Y ahora?

El abandono del Gobierno colombiano en medio semejante crisis significó para los varados, incluyéndonos, por supuesto, una terrible noticia que nos dejó con los brazos cruzados al otro lado del mundo. Por las redes sociales no faltaron quienes nos exigían quedarnos donde estamos por ser los supuestos responsables de esparcir el virus por tanta viajadera. Decían, también, que era el colmo que pidiésemos ayuda para vuelos y hoteles sabiendo que tanta gente se está muriendo por el virus y, además, la economía del país se quedó parada como para atender caprichos de turistas millonarios. Aquella falta de empatía no contemplaba la calamidad de decenas de miles de personas que vieron irse sus recursos como agua entre los dedos, otros enfermos, madres lactantes, ancianos que no han podido regresar a sus casas por la medida presidencial de cierre de aeropuertos. Mientras tanto, vemos desde lejos como los recursos públicos siguen desapareciendo producto de la vileza de nuestros gobernantes que se roban hasta la plata de los mercados a los pobres en medio de semejante drama.

Sin dinero para sostenernos y con pocas posibilidades de conseguirlo, salir a la calle con las mochilas al hombro a tocar puertas en busca de un techo donde dormir sería la medida más desesperada y no queríamos llegar a ella. Empezamos a buscar alternativas para solucionar el desamparo inminente y llegamos a las plataformas de voluntariado, modalidad viajera de vieja data que consiste en intercambiar hospedaje y/o alimentación a cambio de trabajo. Esta historia nómada ya ha escrito capítulos con sus protagonistas como voluntarios: construyendo casas para familias pobres y enseñando fotografía a niños en Cartagena, repartiendo regalos como dos santa Claus caribeños en una isla, tomando fotografías y escribiendo sobre una fundación de niños maltratados en Guatemala y ayudando a promocionar hoteles y negocios del mundo del turismo en nuestras redes sociales. Estar siempre dispuestos a ayudar a otros no sólo nos ha nutrido de historias y aprendizajes, sino que nos ha dejamos amigos y puertas abiertas en todo el mundo.

El golpe que el coronavirus le ha dado a la salud tailandesa ha sido mínimo, casi nulo. Teniendo en cuenta que este país de 70 millones de habitantes fue el primero por fuera de China en registrar contagios, que en todo el tiempo que se ha desarrollado la pandemia hayan tenido un registro de 58 muertos y poco más de tres mil contagios, es un logro para sacar pecho y una suerte de alivio para nuestras preocupaciones de contraer la enfermedad. Nunca hubo cuarentena obligatoria y por estos días las medidas que se tomaron ya se empiezan a relajar mientras en Colombia y América Latina las cifras de víctimas no paran de aumentar.

Enviamos varias solicitudes de voluntariados contándoles a nuestros posibles anfitriones que somos habilidosos con las imágenes y las comunicaciones y que podríamos potenciar la presencia de sus proyectos en redes sociales con fotografías y videos lindos. Aplicamos como profesores de inglés a comunidades locales en un pueblo alejado, como jardineros en una granja de permacultura, como ayudantes de oficios varios en una finca que hace retiros de yoga, como videógrafos en un proyecto de artesanías hechas por una comunidad de mujeres jirafas provenientes de Birmania y en dos refugios que rescatan perros a las afueras de la ciudad. Uno de ellos fue el único que respondió.  Nos quedaban dos noches en el hostal de la Embajada cuando Amanda, la coordinadora de voluntarios del refugio, nos pidió que fuéramos a conocer el refugio y hablar sobre nuestras posibles tareas. Al otro día, muy temprano, alquilamos una moto y condujimos los 30 kilómetros que separaban el hostal del refugio. 

Teniendo en cuenta la posibilidad de movernos hacia la zona rural, salimos a recorrer los famosos templos budistas de Chiang Mai y grabamos este video.

Amanda, Estados Unidos, 32 años. Vive en una pequeña casa en San Pathong (confirmar nombre)  con 20 perros, 13 de los cuales duermen con ella en la misma cama. Es vegetariana, como era de esperarse, y vive de dar clases de inglés online a estudiantes chinos. Le extendimos una propuesta de mejoramiento de la página web del refugio, hacer un registro fotográfico y en video de los perros para hacer más atractivas las adopciones y optimizar los canales para recibir donaciones. Le mostramos un poco de nuestro trabajo y aceptó encantada.

Nuestra primera visita al refugio fue ese mismo día. Para nosotros era una incógnita cómo sería el lugar en el que viven cuatrocientos perros y en qué condiciones los mantienen. Imaginábamos un hospital de los muñecos, lleno de perros remendados, patas partidas, hocicos purulentos y enjambres de moscas revoloteando sus heridas. En tal caso, pensábamos, el trabajo iba a ser doloroso y la transición del encierro a la aventura iba a estar cargada de una energía triste acumulada en cientos de estos seres tan maravillosos golpeados por la miseria. El camino al refugio está tapizado de arrozales y cultivos de cebolla, mango y bananos. En Tailandia, como en Colombia, el verde es de todos los colores. Pensar que ese sería nuestro camino al trabajo cada día conduciendo la moto aceleraba las pulsaciones.

Comité de bienvenidas ladradas

Al abrir la reja corrediza se activó la alarma polifónica perruna: una sinfonía de ladridos provenientes de todos los rincones inundó el espectro sonoro. El refugio está distribuido en un corredor de tierra de unos doscientos metros de profundidad y a lado y lado están ubicadas las viviendas de los perros. Viven en espacios amplios, al aire libre pero con estructuras que los protegen del agua cuando llueve, los separa del suelo por si se inunda y árboles que los cobijan con su sombra bajo el sol ardiente de 40 grados en promedio. Cientos de colas peludas se menean a nuestro paso y las narices húmedas se salen de las rejas llamando a los extraños recién llegados para jugar un rato. Otros se esconden y al primer contacto visual dejan ver sus traumas con los humanos que algún día los maltrataron. Están gordos, alegres, pelajes brillantes, parecen sonreír. Claro está, si es un refugio que rescata perros maltratados o abandonados, pues se ven casos que parten el corazón: amputados, tuertos, algunos heridos, otros con sarna, otros cojos que se recuperan de mordidas de batalla. Pero todos lucen bien, activos, felices… se me vienen a la mente las jaulas de cachorros amontonados que vimos en las vías de Vietnam mientras viajábamos con un camionero que nos recogió en el camino entre Can Tho y Ho Chi Minh City. Pensar que estos perros están aquí y no haciendo fila para entrar a una carnicería en China o en Camboya hace que las ganas de vivir esta experiencia de vida sean imparables. Alegría es también volver a ver a Lina en su rol de viajera, alegre, riendo a carcajadas, diciendo que le gustaría tener más brazos para acariciarlos a todos.

Ahora solo falta conocer el lugar donde viviremos, que en términos prácticos será nuestra paga por el trabajo que hagamos este tiempo con los canales de comunicación del refugio y directamente con los perros. Si la racha de buenos sucesos se redondea con una cama cómoda nos daremos por bien servidos y esta noche será la última en las cuatro paredes del hotel.

Si llegaste hasta aquí no te vas a querer perder la segunda parte de esta aventura perruna. No vas a poder creer el vuelco total que dio nuestra vida en medio de la pandemia, cómo es el lugar al que fuimos a vivir y los casos increíbles que vivimos con los perros del refugio.

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