Había mucha agua, agua y nada más. Se oían burbujas. El sol y las nubes se distorsionaron de repente. Yo, niñita de ocho años, no podía respirar. Esos pocos segundos bastaron para que la angustia y el desespero se apoderaran de mí. Segundos antes sentí una fuerza inesperada que me lanzaba a la piscina sin darme cuenta. Un borracho me había arrojado con la única intención de hacerse el chistoso.

Era un enero en sus primeros días. Gozaba de un día en familia en una finca con árboles frutales y una casona blanca enorme; en todo el medio había una piscina. El causante de mi agonía fue también mi salvador. Su voz a media lengua de borrachera me decía “perdóname Linita, pensé que sabías nadar”. Resulta que el borracho, sin pensar, pensó que yo sabía nadar. Lo que no pensó, seguramente, era que su bromita iba a inundar mi vida con un miedo al agua que sigue vivo. Más de dos décadas después sigo siendo una hidrofóbica en tratamiento.

Ocho añitos  y no entendía que era lo que había pasado: no había forma de entender que una persona adulta me haya obligado a pasar por el momento más horrible de mi vida. Luego de esos pocos segundos sin oxígeno algo cambió para siempre. La niña quedó con una herida abierta que aún no cicatriza.

Todos los seres vivos en algún momento de nuestra vida hemos sentido miedo: esa sensación de angustia que invade todo nuestro cuerpo e incluso nos paraliza.  El miedo funciona como un mecanismo de supervivencia ante situaciones adversas, está conectado a nuestro ser primitivo; hace parte de nuestra esencia, de nuestro sistema adaptativo como ser humano. Yo he transitado la vida con un miedo irreversible a las profundidades, aun en situaciones cuando la vida misma se encarga de demostrarme que mis miedos son infundados.

Deepboard en Bocas del Toro, Panamá

En el río Palomino, La Guajira

Desde el día del ahogo en la piscina hasta el día que conocí el mar pasaron diez años. Llevaba chaleco salvavidas y un miedo que pesaba como un yunque: el corazón latiendo a mil por hora, las manos frías, el cuerpo paralizado. Desesperación. Era Junio y yo viajaba con Andrés en una excursión escolar organizada por la institución educativa en la que trabajaba mi suegra. Era una universitaria de dieciocho años en proceso de aprender a nadar: nunca fui al mar con mi familia.

Logré disfrutar del mar solo a través de los ojos, contemplándolo. Un día nos llevaron en lancha desde Cartagena hasta las Islas del Rosario: luego de los sacudones la barca se detuvo para que los tripulantes nadáramos y viéramos los peces del arrecife de coral. Todos nos lanzamos al agua y empezó mi tormento. Todos disfrutaban del mar, comentaban sus hallazgos bajo el agua, hablaban de los colores del océano, de las olas, de los peces. Yo me agarré como garrapata de la persona más próxima que tenía: mi suegra. Casi la ahogo por tratar de salvarme de un peligro que no existía. Estaba poseída por la angustia de estar flotando en esa inmensidad.  Lo único que escuchaba eran los gritos de “¡Suélteme niña, suélteme que me está ahogando!”. No vi ni peces: no vi nada. Fuera del agua, respirando el oxígeno de la razón, les confieso que mi miedo no tiene correspondencia con el mundo real. Pero a la hora de enfrentar una situación acuática evalúo de más, imagino el peor resultado posible, me impido disfrutar de la vida. Ese primer encuentro con el mar que debía ser divertido, romántico, placentero resultó avivando mi más grande temor.

Me propuse aprender a nadar bien y a tratar de superar mi miedo a las profundidades. Pasé años nadando en la piscina olímpica de la universidad, tomé clases con expertos: libre, espalda, mariposa y pecho. Aprendí a flotar. Me sentía segura. Sabía nadar. Sé nadar. Luego pasó mucho mar, muchos ríos y muchos viajes. Pero a pesar de saber nadar solo me mojaba los pies. Mucha técnica y cero autoconfianza a la hora de entregarme a las mieles de las profundidades y disfrutar del agua como tanto lo hace mi compañero de vida.  

Careteando en el Pacífico mexicano

Islas Marietas, México

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Entonces un día decidí renunciar a mi trabajo para dedicarme a cumplir mi sueño de viajar por el mundo y compartirlo en esta web que usted está leyendo. Quería –quiero- disfrutar a plenitud de todo lo que tiene el viaje para darme, aún con agua de por medio. El miedo siempre estuvo -está- latente, pero las dosis son cada vez menores.

Ya en la ruta, decidí hacer Rafting en el río Fonce después de la insistencia de Andrés. No me he olvidado de la fecha: era 19 de septiembre de 2014, un día soleado y de nubes definidas en San Gil, tierra de deportes extremos en Colombia. Estaba hecha un manojo de nervios pero decidida a lanzarme al agua. Éramos tres: el guía, Andrés y yo. Amarramos el Kayak al techo de La Jebi, recorrimos 15 minutos por carretera y caminamos con el kayak cuesta abajo para llegar al punto de inicio de la travesía. Estuve muy atenta a la instrucciones del guía: tomar el remo con una mano en la punta y la otra en la mitad, moverlo dentro del agua con mucha fuerza hacia atrás para avanzar y hacia adelante para retroceder o frenar. Antes de partir nos contó que un niño se había ahogado en el río unos metros atrás desde donde arrancaba esta aventura extrema –gracias por el ánimo que me das-. Pero aun así, seguía decidida y dispuesta a experimentar.

Nos montamos al Kayak los tres: Andrés adelante, el guía atrás y yo en medio. Después de un grito de adrenalina, remamos dos veces y el bote se volteó en medio de un rápido no tan rápido. Otra vez burbujas, piedras, cielo. “Hasta aquí llegué”, pensaba. Gritaba. Lloraba. Burbujas. Parecía un gato recién nacido metido en una lavadora de ropa. No sabía qué hacer. No entendía qué hacer. Las instrucciones del guía desaparecieron por completo: “si nos caemos al agua, te pones boca arriba con los pies al frente estirados y con tus manos sobre el chaleco”. Lo agarré cuando pasé junto a él: “Suélteme niña que me está ahogando” Estaba completamente sola.

Kayak en el Lago Gatún, Panamá

El mar cristalino de Varadero, Cuba

Habrán pasado unos 60 segundos: una eternidad inundada de agua helada; la parálisis de los nervios. Llegó la calma del río: “ya no quiero más de esto, me quiero ir”, le dije a Andrés en medio del llanto. La batalla la ganó el miedo. El pánico me venció. La insistencia de Andrés y del guía por volver al kayak fue en vano.  Ellos continuaron los 9 kilómetros restantes sin su tercer acompañante.

Y revivió mi terror en su forma más recargada. Reencarnó en mí la angustia infantil de 20 años atrás. El río corrientoso se llevó cada logro en este proceso contra la hidrofobia: lo que creía por ganado se había perdido. Quizá la vida me enfrentó a estas situaciones para enseñarme qué tan fuerte soy. Quizá, simplemente, para mostrarme que aun tengo un camino largo por recorrer y que no debo rendirme.

La historia del Rafting en el río fonce la contamos completa en este link.

Momentos después de la caída, ya en tierra firme. San Gil, Santander

Enfrentar mis miedos no ha sido tarea fácil, aunque nadie me dijo que lo sería. Ya han pasado casi 3 años desde ese momento y cada vez que lo recuerdo reaparecen las emociones de aquel infortunado día: nervios, lágrimas, temblor, angustia en su estado más puro.

Pero las ganas de superarlo me han animado a intentarlo una y otra vez. Como cuando viajé en lancha por más de 6 horas a San Blas, en Panamá. O cuando me lancé a las aguas de Semuc Champey, el río de color verde turquesa en Guatemala que parece sacado de Avatar. O cuando estuve una semana recorriendo –y nadando- en las aguas y las cascadas de La Huasteca Potosina en México. No en todas he salido victoriosa, hay intentos que se convirtieron en una pesadilla y terminé por abortarlos. Cuando llegamos a Colombia intenté bucear por primera vez en el parque Tayrona en una playa privada con un guía solo para mí, y no pude. Pero después lo logré: hace dos semanas estuve durante una hora viendo el arrecife de coral en San Andrés  a diez metros de profundidad –pero los detalles de ese, uno de los logros más importantes en mi vida, lo tengo reservado para un nuevo post-.  Aún no puedo cantar victoria, pero por lo menos me queda la satisfacción de que lo estoy intentando, la alegría de saber que hice el esfuerzo y más aún cuando el resultado es mejor de lo que esperaba.

Andrés siempre repite una pregunta con la que logra convencerme: “¿cuándo vamos a volver aquí?”. Y quizá, si regreso, lo intente una vez más. Quizá no. Pero es por eso que siempre termino por animarme una vez más.

En lacha a San Blas y Playa Colorada. Panamá

Sumergida en las aguas de San Andrés. En mi primera visita a la isla

Atrás de Andrés estoy yo. Haciendo mi segundo intento de buceo que terminó en fracaso

Buceando en San Andrés hace dos semanas

Enfrentarme a hacer cosas nuevas solo me ha dejado satisfacciones y alegrías. Y es por eso que ahora estoy aquí, a mis 32 años, frente a la pantalla, decidida a arriesgarme a escribir. No es tarea fácil abrir mi vida frente a una hoja en blanco. Mucho menos compartir mis emociones, mis sentimientos y la manera en la que percibo el mundo y el viaje. Pero es que quedé tan emocionada y tan enamorada de las historia que se cuentan en nuestro primer libro, que desde hoy voy a dejar de ser protagonista para ser también la voz que narra. En los post sucesivos voy a intentar desnudar mi alma ante ustedes, queridos lectores. Voy a sumergirme en este mundo de letras en el que hasta ahora solo he sido espectadora: algo así como pasar de contemplar el agua a zambullirme en ella.

Creemos que es el momento de darle una voz femenina a este blog, de hablar también con mi voz. Por eso desde hoy le doy inicio a este intento de compartir mi proceso como viajera y como escritora. Bienvenidos a las experiencias de una mujer llena de miedos, una mujer que dejó atrás una carrera prometedora para ir tras su historia de amor viajero. Una ciudadana del mundo. De la vida real.

Si te gustan nuestras historias viajeras y quieres apoyarnos para seguir contándolas desde cualquier rincón del mundo, puedes comprar uno o varios ejemplares de nuestro primer libro. Se llama Renunciar y viajar, el trabajo donde brilla el sol, y en él contamos nuestra historia de vida como viajeros y cómo logramos viajar durante dos años en carro, sin dinero, por 10 países del continente.

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