Llegar como viajero a un lugar mega turístico es un reto que pone a prueba las intenciones de este estilo de vida que se precia de austero y sin pretensiones. Hay tantos sitios atractivos para gastar grandes cantidades de dinero que obligan a mirar de reojo y con inevitables ganas hacia las viejas costumbres turísticas vacacionales.

Claro, aparentemente es más fácil decirse viajero en un pueblito donde no hay mucho más que hacer que sentarse en la plaza a cazar conversaciones espontáneas o ir por frutas al mercado. Pero en estos días, cuando la calidad de un viaje se mide por las gigas de selfies que publiques en tus redes, hay quienes se atreven a decir que si no hiciste esto o aquello en algún lugar es como si nunca hubieses viajado. Pero tras la escena de las fotografías felices en lugares de ensueño se puede vivir un viaje auténtico de la mano de los locales, aún en ciudades en la que turistas de todo el mundo dejan millones de dólares al día.

Esta crónica rememora cómo vivimos Cancún al estilo viajero, sin dinero ni itinerarios, rodeados de personas que nos tendieron la mano, guiaron nuestros pasos y nos enseñaron cómo es la vida real en la ciudad al margen de las luces, la fiesta y los grandes hoteles de lujo.

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La ruleta se detiene en la joya turística del Caribe mexicano una tarde de noviembre de 2015, en plena temporada alta. A través de Couchsurfing contactamos previamente a Alberto Flores, un médico que trabaja en el área administrativa del hospital local. Albe, así  le gusta que le digan, vive en un pequeño apartamento con Megumi, hija de mexicano y japonesa que habla perfectamente el idioma de su madre, lo que le sirve para trabajar como traductora japonés-español.

Lo nuestro con Albe y Megumi fue amistad a primera vista. Tantas atenciones desde el momento en que cruzamos la puerta de su hogar nos hicieron sentir como en casa. Siguiendo con la tradición de abundancia que caracteriza a los mexicanos en la mesa, nuestros nuevos anfitriones nos reciben con pastas vegetarianas en salsa de chile chipotle y agua de jamaica. Nos cuentan aspectos de la historia de México que ni sospechábamos y nos narran su experiencia de cómo es tratar de construir una vida en el lugar donde otros llegan a descansar de las suyas.

El área habitada de Cancún está dividida en dos partes principales: la Zona Hotelera y la Zona Urbana. La zona hotelera es una franja costera de 23 kilómetros totalmente construida con hoteles de lujo cómo nunca habíamos visto en nuestras vidas, al menos no sin una pantalla de por medio. Transitar por la zona hotelera es ver a lo lejos gigantescos complejos infranqueables que se levantan entre el asfalto y el mar azul. Edificios colosales, diseños de vanguardia, pirámides, piscinas por doquier, marcas reconocidas aquí y allá, centros comerciales, discotecas que escupen luces… toda una infraestructura concebida para la diversión y el relax junto a unas de las playas más lindas del mundo. Cifras de la Gobernación de Quintana Roo, el estado al cual pertenece Cancún, indican que a final de 2015 la ciudad contaba con un aproximado de 89.350 habitaciones de hotel, ninguna de las cuales esperaba por esta pareja de bolsillos vacíos colombianos.

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La zona urbana es como cualquier otra ciudad, con la diferencia de que allí la gente anda desprevenida, viviendo los avatares de sus rutinas bajo ese calor caribeño que amenaza con arrancar la piel y, sobre todo, sin pulseras fluorescentes en las muñecas. El mercado, la taquería, el parque, el transporte público, el barrio, la peluquería. A la sombra de las luces se esconde una ciudad de más de seiscientos mil habitantes, muchos de los cuales migran a diario hacia los 23 kilómetros de hoteles para prestar sus servicios a los turistas.

Nuestro hogar de paso, por supuesto, está dentro de la zona urbana. Los chicos se toman muy enserio su papel de anfitriones y siempre quieren mantenernos ocupados mientras estemos en casa. Nos entretenemos con juegos de mesa, vemos películas de terror y hacen magia en la cocina: cada vez preparan un plato más delicioso que el anterior. Albe y Megumi, ambos más jóvenes que nosotros, evidencian la diferencia sustancial entre viajar y vacacionar. Sus atenciones y el aprendizaje inherente a compartir el día a día de este par de mexicanos es una experiencia que ningún hotel tendría dentro de su oferta. Conjugar el verbo viajar es atestiguar la bondad y el desinterés de las personas; el mismo día que nos conocimos, Albe y Megumi nos dieron las llaves de su casa para poder entrar y salir sin tener que esperarlos.

Mientras los nuevos amigos están trabajando tratamos de resolver asuntos fundamentales para poder continuar con el viaje. El primero de ellos es llegar con La Jebi hasta Renault Cancún. Como hemos hecho durante año y medio de recorrido, vamos a la agencia de la marca de nuestro carro, tocamos la puerta con una sonrisa y el relato de este sueño viajero y les pedimos el apoyo que esté en sus manos para seguir conduciendo seguros hasta nuestra meta. Pocas veces hemos recibido un no como respuesta, y Cancún no es la excepción. Nos recibe Rodolfo, el gerente de post venta de la agencia. Sin pensarlo dos veces nos hace entrar La Jebi al taller para revisarle hasta el último tornillo.

El diagnóstico dice que el carro debe quedarse tres días más para dejarlo a punto. Mientras tanto compartimos con los trabajadores de la empresa que no paran de preguntar sobre este estilo de vida. Entre ellos una persona protagoniza un nuevo episodio en este seriado de hospitalidad cancunense. Cintya, una chica muy joven que trabaja en el área de mercadeo y publicidad de Renault, nos promete una entrevista en un medio de comunicación local y nos ofrece su casa para cuando necesitemos un techo donde quedarnos. No hemos siquiera remojado los pies en la playa de Cancún. Hasta ahora no fuimos a ninguno de los parques deslumbrantes que rodean la ciudad. No nos fuimos de fiesta ni un botones cargó nuestro equipaje. Pero la lista de amigos ya es larga, tenemos dos casas donde vivir y La Jebi encontró una mano amiga para reparar sus dolencias. Ningún folleto turístico habría podido ofrecernos un viaje tan auténtico hacia las raíces de la hospitalidad en la península de Yucatán.

Desde antes de llegar imaginábamos la ciudad como una gran oportunidad para hacer algo de dinero con la venta de postales. La experiencia adquirida a través de los kilómetros había dibujado una operación matemática de resultados hasta ahora infalibles: ciudad turística + temporada alta = ingresos viajeros. Pero, al menos en ese momento de esta historia, Cancún fue la excepción a la regla. Una tarde  nos vimos contando una vez más esta aventura y ofreciendo las postales tomadas por nosotros mismos a turistas que hacían fila para retratarse en el foto spot, el lugar donde hay un inmenso letrero de colores que dice en mayúsculas CANCÚN con ese mar azul turquesa de fondo enmarcado por un arcoiris doble. Poco y nada obtuvimos del infructuoso intento, del que nos llevamos como recuerdo la conversación en inglés con una pareja de japoneses tratando de venderles una postal. Ante cada frase juntaban sus manos y hacían una venia. Al final, luego de varios intentos y muchas risas de los cuatro, terminamos desistiendo.

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Es viernes y nuestros anfitriones nos proponen una visita guiada por la ciudad, para terminar en Playa Delfines, una de las pocas playas públicas, tomando cervezas compradas en el Oxxo. Fuimos en camión hasta la zona hotelera y caminamos mientras Alberto y Megumi contaban historias de la ciudad. Después de las cervezas y una caminata por la arena blanquísima con los pantalones remangados y los zapatos en la mano, fuimos a parar al hotel en cuyo interior se encuentra el spa más grande de América Latina. No logro recordar el nombre del hotel, pero lo que ocurrió de puertas para adentro está inscrito en el capítulo de momentos inolvidables.

Hasta hace pocos meses Megumi trabajó en este hotel como anfitriona y traductora exclusiva para japoneses. Era la encargada de cumplir -o al menos escuchar- todos sus deseos; le hacían pedidos que iban desde un vaso de agua o toallas nuevas hasta masajes con final feliz. Entramos escoltando a Megumi, cuyos rasgos físicos se difuminan entre indígenas y orientales. A su llegada sólo recibió abrazos y sonrisas. Nos presenta como “unos viajeros muy importantes que están dando la vuelta al mundo en carro y están escribiendo sobre México”, ante lo cual  recibimos inmerecidos saludos de huéspedes ilustres. Hacemos un recorrido por inmensos salones de mármol relucientes a cada centímetro. Recorrimos el spa, de mirones, claro, y terminamos en la terraza del hotel con una vista privilegiada a la zona de rumba de la ciudad.

Estábamos a punto de partir cuando apareció el gerente del restaurante del hotel. Megumi le cuenta sobre sus acompañantes y el hombre nos dice que para su restaurante sería un honor contar con nuestra presencia en la cena de esta noche. En la escena siguiente entra un experto en tequilas finos hablando frente a nuestra mesa sobre los procesos de fabricación de la bebida nacional. A su lado un carrito de madera con rodachines y una bandeja llena de tequilas añejos y reposados esperan su turno de deslizarse por nuestras gargantas. Luego de una cena de primera categoría y una cata de tequilas finísimos, el trato cinco estrellas terminó a puerta cerrada con el grupo de mariachis tomándose fotos con “los colombianos viajeros importantes que van a ser famosos”.

Ya con La Jebi como nueva en nuestro poder, en las oficinas de Renault Cancún recibimos tal vez la peor noticia de todo el viaje: la muerte de Gandalf, nuestro pitbull de 14 años de edad. Desde el día de la partida temíamos el momento en que ese mensaje fatal llegara al teléfono. En ese mismo lugar, aún con los ojos de Lina llenos de lágrimas, escribí esta entrada en memoria de nuestro amigo de media vida.

Antes de irnos de Cancún fuimos entrevistados por un periódico local en la sede de Renault y aceptamos la invitación de Cintya a quedarnos en su casa. Repetimos la fórmula hospitalaria de charlas-comida-cerveza-amistad.

Llegamos a Cancún luego de conducir y vivir experiencias de todo tipo durante el año y medio que transcurrió desde el punto de partida de este sueño nómada, y  comprendimos una vez más que un viaje se construye ladrillo a ladrillo a base de experiencias auténticas y de las personas que aparecen en el camino para hacerlo inolvidable.

Algún día, dijimos, tendremos la oportunidad de vivir la otra cara de Cancún. Tal vez el viaje largo nos tenga preparada una nueva aventura de relax y atenciones. Tal vez, ojalá muy pronto, podamos disfrutar de los parques que tanto nos hablaron y podamos pasar un día en la playa sin pensar bajo qué techo vamos a dormir o qué vamos a comer.

Pues mire usted, querido lector, cómo es esto de tentar la suerte en los caminos del mundo. 450 días después somos los invitados de una aerolínea mexicana y del Ministerio de Turismo del país para que volvamos con todos los gastos pagados que incluyen los vuelos sin escala Bogotá-Cancún-Bogotá y un itinerario de ensueño con todo lo que no pudimos hacer en plan 100% viajero.

Así es esta anti rutina que elegimos como estilo de vida: dedicarse a viajar es activar siempre miradas distintas, aún regresando a los mismos lugares.

Esa experiencia, por supuesto, la contaremos en una nueva crónica viajera y un especial con galerías fotográficas y videos. Esperamos contar con su amable compañía en esta nueva aventura cinco estrellas.