Los textos siempre empiezan a escribirse en la mente. Allí mismo se borran, se corrigen se editan o incluso se desechan sin haber puesto un solo dedo en el teclado. Este, por ejemplo, empezaba contando la historia de la noche en que un joven ruso me sacó un cuchillo en la calle más concurrida de Samara, la ciudad al lado del río Volga donde la Selección Colombia derrotó a Senegal para avanzar a la segunda ronda como primero de su grupo.

Pero el curso de los hechos desde entonces hizo que este intento de radiografía del trato que los rusos nos han dado en su país se reinventara desde el principio. Y borré lo mentalmente escrito para empezar contándoles el día en que la hospitalidad rusa le dio la vuelta a un mal día para convertirlo en una experiencia auténtica, de esas que nos convirtieron en un par de adictos a los viajes desde el primer día que salimos de casa.

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Moscú. Es domingo, 1 julio. El verano ruso es hormonal como una niña de 15: cambia de repente de un malhumor lluvioso y helado a sonrisas radiantes con solazos que reverdecen la ciudad y sacan a la gente de sus casas. Cada una de nuestras espaldas soporta los 30 kilos de ropa y equipos fotográficos que cargamos en las mochilas mientras buscamos la dirección del lugar que alquilamos a través de la plataforma de hospedaje Airbnb para pasar las siguientes tres noches. Vestimos la camiseta amarilla de nuestro equipo; yo llevo la bandera tricolor enredada en uno de los pasadores del pantalón. Estamos lejos del centro de la ciudad pero cerca del estadio del Spartak: dentro de dos días ese será escenario del juego entre Colombia contra Inglaterra por octavos de final.

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No encontramos el lugar. Varias calles tienen el mismo nombre y la anfitriona que debía estar pendiente de nuestra llegada no fue precisa con sus indicaciones. La señora no aparece. El mensaje en ruso que se escucha después de marcar el número que nos dio parece decir que ese teléfono no existe, que el marcado es incorrecto. El chico que saca a pasear su perro nos confirma que así es: no habla inglés, mucho menos español; basta traducir con su celular para confirmar que fuimos estafados y que ahora no tenemos dónde quedarnos. Lina se desespera. “Calmate, que algo ha de pasar. Tranquila que siempre pasa algo”, le digo.

Como en un palco con un cigarro entre sus dedos, un hombre mira la escena desde la ventana del tercer piso del edificio de enfrente. “Hey, Calumbia” –Parece que en ruso Colombia se pronuncia Calumbia, a nosotros nos encanta-, grita y luego se pierde. Asoma una vez más su descamisada estampa y arroja un imán de pegar en la nevera. “Present, present” –regalo, regalo-, grita de nuevo.

Desde abajo se le alcanza a notar en su sonrisa la ausencia total de un incisivo superior y el diente vecino resalta por ser color marrón y partido a la mitad. Exhala humo mientras sonríe y grita más frases en un ruso tan imposible para este par de tropicales. El chico del perro traduce: nos está invitando a comer puerco recién hecho: devuelve a gritos alguna frase terminada en “vegetarianstsy”.

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El hombre insiste y grita una vez más la palabra que parece entenderse en cualquier idioma; nos está invitando a tomar café a su casa. Te lo dije Lina, no importa donde estemos: siempre pasa algo; siempre alguien hace que pase algo. Tal vez tienen internet y podemos reservar un nuevo sitio, nos tomamos el café, nos damos una ducha, pensamos más tranquilos, sin estar solos en la calle. Algo.

Menos de dos minutos y el desdentado está abajo. Se llama Cyrill y cuando se presenta su aliento huele a un cenicero lleno de colillas al que le acaban de apagar el humo con un chorro de vodka. Habla enredado. Agarra la mochila de Lina y nos invita a seguir.

¿Qué puede pasar por estas dos cabezas para confiar en un borracho desconocido que nos lleva a ciegas a quién sabe dónde? ¿Por qué seguimos a este personaje al que no le entendemos una sola palabra, por estos pasillos oscuros de escaleras estrechas? Definitivamente no existe una respuesta lógica para explicarlo. Simplemente podemos decir que estando lejos de casa, solos contra el mundo, se activa un sentido extra que nos guía como un perro lazarillo, que también sabe gruñir y mostrar los dientes ante el menor peligro para que nos alejemos pronto. Hoy nuestro lazarillo olfatea la hospitalidad rusa y mueve la cola mientras subimos las escaleras.

Llegamos, un perro ladra. Ciryll dice algo y lo esconden. Nos quitamos los zapatos en la entrada como es costumbre en toda Rusia. La puerta es seguida por un pasillo de poco más de un metro de ancho: sería un imposible tratar de abrir los brazos. A la izquierda una cocina diminuta: mesita para dos, estufa y nevera repleta de imanes, falta el que Ciryll me arrojó por la ventana y ahora tengo en el bolsillo. Nuestro anfitrión nos presenta a su madre, una rubia regordeta enfundada en un vestido de flores. Ambos tienen ojos azules que brillan como piscinas bajo el sol. A simple vista no son Norman Bates y su madre, ni esta pequeña cocina es un descuartizadero de extranjeros. Preparan café, nos sirven una bandeja repleta de galletas, otra de frutas y hacen que Lina extienda las manos juntas para llenárselas de chocolates. “Present, present”. Ciryll habla y habla y logro entenderle que es hincha del Spartak de Moscú cuando trae una camiseta roja de su equipo y me pide que me la ponga. “Present, present”. La madre empieza a explicar la procedencia de cada imán de los cientos que adornan la nevera y cada que Lina señala alguno lo baja y lo pone en sus manos: “present, present”.

En casa de Ciryll con su mamá. Moscú 2018

Las mochilas no caben en la estrechez de la cocina, pero la amplitud de la amabilidad de estas personas convierte la casita en un Kremlin. Aún no acabamos el café y ya tenemos huevos fritos con pan y queso en la mesa. Los preparó Dennis, hermano de Ciryll. Mientras comemos nos cuenta que son fanáticos del hockey y nos entrega un disco para jugar y una gorra del equipo campeón de la liga canadiense en 2016: “present, present”. Una ducha que nos reanima y el ofrecimiento de quedarnos esa noche en el suelo junto a una cama, durmiendo sobre una colcha, reviven los ánimos de estos viajeros cansados y estafados. Lo rusos dieron cátedra de amabilidad representados por esta familia y tal parece que este día apenas comienza: nos vamos con ellos a dar un paseo por el río Moscova y luego a ver el partido de su selección frente a España en la calle, en un televisor, con los vecinos.

La amplitud de la amabilidad del familia de Ciryll y Dennis nos dieron cátedra de una hospitalidad desbordada y desinteresada. Moscú 2018

De paseo por el río Moscova con Dennis y sus amigos, previa al partido de Rusia contra España. Moscú 2018

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Ya pasaron cuatro días desde la noche que aquel chico ruso de no más de 25 años me sacó un cuchillo en la calle peatonal de Samara. Acabábamos de dar un paseo por la playa del río Volga con un par de amigos colombianos y ya buscábamos rumbo a nuestros hospedajes, cuando nos abordaron él y dos jovencitas rubias.

. “¿Where are you from?” (¿De dónde son?), preguntó.

Es flaco, viste una chaqueta de jean y su cara está oculta por una peluca de payaso color rojo y unas gafas oscuras. Huele como si llevara dos semanas acampando lejos del agua y el jabón en cualquiera de sus manifestaciones.

  • “Colombia”, respondí.
  • Ahhh, Calumbia. Here in Samara we love Calumbia people. (Aquí en Samara amamos la gente de Colombia)

No habla bien inglés y lo dice. Pide perdón por ello, al igual que una de las chicas que lo acompañan. De pronto se levanta la camiseta y del cinto saca un cuchillo, es una hoja sin mango, afilada en uno de sus extremos y pintada de negro en el otro. Lo agarra por la punta y lo extiende hacia mí.

  • “This is a tipical knife from Volgogrado. Is a present for you, Calumbia” (Este es un cuchillo típico de Volgogrado, y es un regalo para ti, Colombia)

El sistema de seguridad ruso es tan extremo y los castigos son tan severos que uno logra despreocuparse por la posibilidad de ser asaltado de repente, aun con un cuchillo en frente. Policías y militares por todas partes, escáneres en los trenes, detectores de metales en las plazas principales y en los centros comerciales y un control excesivo de cada movimiento de sus ciudadanos, hace que, por lo menos, uno ande por ahí con la sensación de que nada le va a pasar, y menos en medio del Mundial de Fútbol en el que el planeta entero tiene los ojos puestos.

Así que recibí con mucho agrado el regalo y, en agradecimiento, les dimos postales de Renunciamos y Viajamos con una dedicatoria en nuestro idioma. La alegría de sus caras al descubrir lugares tan remotos de su lejana Rusia a través de una postal firmada por sus nuevos amigos fue un momento para el recuerdo.

***

Los rusos creen que a la hora de la repartición de los prejuicios la humanidad se ensañó contra ellos, y todo el tiempo se lo hacen saber a los visitantes que llegan desde cualquier lugar del mundo. El planeta entero cree que son fríos como sus inviernos, que nunca sonríen, que siempre están enojados y que cada ruso es un misil teledirigido por Putin: nada más lejos de la realidad.

Tal vez hablar de la amabilidad rusa a esta altura sea redundar, pero no alcanzarían las letras para contar sobre el chico que se fue a repartir chocolates rusos afuera del estadio en Kazán. O el muchacho que nos vio llenos de maletas en Moscú y fue por su carro para llevarnos a nuestro destino. O el anciano que nos puso dos prendedores con símbolos rusos y nos dio las gracias por visitar su país. O la pareja rusa que nos alojó en su casa y nos cuidó una gripa rompe huesos. O el anfitrión que nos recibió con bufandas de su selección: “present, present”. O la señora que nos invitó a tomar una bebida típica cuando nos vio tratando de entender un letrero. O el chico que nos invitó a quedar en su casa, nos dio su cama y durmió en el suelo para que estuviéramos cómodos. O el metalero que me regaló una camiseta en el metro: “present Calumbia, present”. O…

Pero hay algo en lo que el mundo entero tiene absoluta razón: a esta gente nadie le gana tomando vodka.

  • “Ándrres, russian vodka. Come on. Don’t say no, is a tradition” – Andrés, vodka ruso, vamos. No digas que no, es una tradición-

Estamos en el parque fuera del edificio de Ciryll y Dennis junto a unos cuarenta vecinos: rueda el balón en el partido Rusia Vs España. Hombres, mujeres, niños y viejos frente a una pantalla plasma de 32 pulgadas. No hay asientos en este encuentro al aire libre: hemos visto que aquí adoptan la posición de rana, en cuclillas, como quien se prepara para dar un salto muy alto, y pueden permanecer así durante horas. Duelen las piernas de solo verlos; a Lina le traen un butaco.

Reunidos como en familia disfrutando del partido de Rusia contra España. Moscú 2018

Sobre la mesa donde está el televisor despliegan litros y litros de vodka que se van vaciando como por arte de magia y son reemplazados por otros como si estuviésemos en una barra libre.

  • “Ándrres, come on. Tradition. Russian Vodka”, me dice Ivan, un gigante que viste camiseta y bufanda del Torpedo Moscú, el equipo local fundado en una fábrica de carros en 1924. Porque aquí se reúnen los rivales como hermanos, sin distinguir los colores de sus camisetas. Hoy somos del Spartak, el CSK, el Torpedo y dos colombianos hinchas de América de Cali.
  • “Ándrres, tradition”, y mueve la mano en señal de ‘Come on’. Casi termina el primer tiempo y las orejas empiezan a ponerse rojas. Acabamos de conocer a estas personas y Lina me pide que pare. El gigante del Torpedo lo lee en su mirada, se pone de rodillas frente a ella para que me deje tomar más y a la primera carcajada de ambos me cuelga su bufanda futbolera en el cuello.
  • “Present, present”.

Y así los demás que llegaron con manzanas, coñac, jugos, dulces y gaseosas cada que nos veían con las manos vacías.

Rusia sobresale ante el resto de la humanidad por su talento en disciplinas como hockey, patinaje artístico, gimnasia, atletismo, ajedrez… pero de fútbol más bien poco. Aparte de la Araña Negra Lev Yashin, arquero de la Unión Soviética en la década del 60, no se destacan muchos nombres en el panorama del balompié mundial. Pero este equipo hoy ha logrado una hazaña: eliminó a España por penaltis y su arquero Ígor Afinkéev se convirtió en poco más que héroe nacional. Después del último cobro se desata un aguacero a cántaros, los vecinos ondean sus banderas y corean empapados su victoria.  

La noche terminó en casa de Alex, el único de los asistentes que habla inglés. Luego del partido tenía hasta la última neurona borracha. Fuimos por nuestras maletas a casa de Ciryll y llevamos a nuestro anfitrión casi que cargado. Aun así nos cocinó unas pastas vegetarianas deliciosas y nos acomodó en un sofá cama que liberó de una tonelada de ropa sucia. Al otro día, antes de seguir con el vodka, nos levantó con huevos revueltos con vegetales.  

El antes y el después de Alex, nuestro anfitrión. Moscú 2018

El inventario de regalos que hicieron más pesadas nuestras mochilas incluyen: bufandas, camisetas, imanes, cuchillos, llaveros, matrushkas, disco de hockey, gorra de hockey y un sombrero tártaro. 

***

Los textos siempre empiezan a escribirse en la mente y en la mente uno cree tener definido su final. Si usted nos hizo el honor de llegar hasta aquí –muchas gracias-,  le cuento, por ejemplo, que este texto estaba planeado para teclearse en unas dos mil palabras. Y ya me fui de largo. Pero no puedo frenar en seco sin contarles la historia de amor a primera vista de este, el mundial de los buenos.

Cuando le preguntamos a Bera qué esperaba de la copa del mundo en su país, respondió que esperaba poder ayudar a mucha gente perdida en el metro, como nos estaba ayudando a nosotros. Faltaba una semana para la inauguración y nosotros llevábamos una hora en Rusia. Logramos evadir a los taxistas que cobraban 2000 rublos por sacarnos del aeropuerto y tomamos un bus por 50 hasta la primera estación de metro. Allí la encontramos. O más bien ella nos encontró con un sonriente “¿Can i help you guys?” –¿Puedo ayudarles chicos?-

La pregunta llegó cuando mirábamos boquiabiertos como un par de marcianos recién aterrizados los nombres en cirílico de las estaciones. Nos dio indicaciones en un mapa de su teléfono: “deben bajarse en esta estación y caminar como 20 minutos”. Se despidió cuando el tren abrió sus puertas pero al vernos atropellados por el río de gente que se movía en el inframundo del metro volvió a nuestro encuentro: vamos, yo los llevo. A partir de ahora soy responsable de ustedes.

Elena y Román cuidaron de nosotros en medio de un gripa terrible. Moscú 2018

Dimitri fue nuestro último anfitrión en  Moscú. Nos despidió con Pizza

Yurka nos abrió la puerta de su casa en San Petersburgo 

Alex tiene un hostal que cuando tiene camas vacías se lo ofrece a los viajeros en Couchsurfing

Amigos de Couchsurfing en Rusia 2018

Bera la primera persona que nos enseñó sobre la amabilidad desbordada de los rusos

No eran 20, eran 45 minutos de caminata. Bera, 26 años, cabellos dorados como rayos de sol, ojos azules como sol de verano, trabajadora de un museo del centro de Moscú, nos llevó hasta la puerta de nuestro hogar temporal y no se fue hasta que entramos y nos despidió con un abrazo. Y en menos de dos horas de haber aterrizado, este viaje reveló una vez más la fragilidad de los prejuicios que tenemos sobre los demás y quebró con un mazazo de amabilidad la idea trillada de una Rusia parca de ceños fruncidos.

Rusia enamora por su sonrisa, por su bondad y la calidez de su gente siempre dispuesta a aprender de culturas ajenas y a extender una  mano solidaria. La sonrisa de los rusos sale del alma, no de los labios. Un ruso te sonríe desde la sinceridad y no por cordialidad. Seguramente el eco del latir del corazón ruso se escuchará durante mucho tiempo después de finalizado el Mundial. Seguramente, mientras usted lee esta historia de amor por esta gente amable, alguien debe estar contando su propia historia protagonizada por un país amoroso que utilizó un balón como excusa para contarle al mundo lo que la televisión no dice en su afán de politizar y cifrar su desinformación en códigos de guerra.

Gracias Rusia, prometemos regresar. Esperamos que sea pronto.

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